Tras cinco largos años de conflictos laborales, huelgas, negociaciones y tensiones entre el equipo directivo y el claustro académico, el curso que comenzaba en otoño de 2024 lo hacía con un amargo sabor a derrota. Finalmente, los intereses económicos y corporativos se habían impuesto en una institución que, durante décadas, fue uno de los referentes más notables del pensamiento crítico y cultural en Europa. Una parte de Goldsmiths terminó claudicando, los despidos se sucedieron, los recortes se consolidaron, y el goteo constante de perfiles académicos que abandonaban silenciosamente la institución fue incesante. Solo en 2024 se realizaron 62 despidos de los 130 propuestos, y programas como el Máster en Historia Queer fueron clausurados, mientras que el Máster en Historia Negra quedó pospuesto indefinidamente. La administración marcó como objetivo reducir los presupuestos de todos los departamentos en un 15%, al tiempo que buscaba aumentar el número de estudiantes internacionales que pagaran una matrícula anual. La universidad como negocio empezaba a ganar claramente sobre la universidad como aprendizaje.
Goldsmiths, una universidad londinense de renombre, se había forjado una reputación como uno de los centros educativos más radicales y transgresores de la escena europea. Durante años, fue pionera en acoger e impulsar el pensamiento crítico, logrando reunir y formar a algunos de los pensadores, artistas y agentes culturales más influyentes de las últimas décadas. Entre sus filas destacaron académicos como Stuart Hall, Angela McRobbie, Sara Ahmed, Yuk Hui, Eyal Weizman, Paul Gilroy, Mark Fisher, Matthew Fuller, Les Back, David Graeber, Kodwo Eshun o François Vergès, por nombrar solo a unos pocos. También albergó a críticos de arte, artistas y agentes culturales como Suhail Malik, Irit Rogoff, Sarah Lucas, Blake Morrison, Liam Gillick, Gillian Wearing, Steve McQueen, Damon Albarn, Vivienne Westwood, Fiona Banner, Damien Hirst, Julian Opie, Kae Tempest, Yinka Shonibare o Bernardine Evaristo. Un legado impresionante, sin duda.
La legitimidad de Goldsmiths se construyó sobre su capacidad para formar generaciones de creadores capaces de integrar teoría y práctica, siendo un espacio fértil para el intercambio interdisciplinar. Estudiantes de arte, teatro o literatura podían participar en debates y asistir a asignaturas de filosofía contemporánea, sociología, antropología y pensamiento crítico, mientras que seminarios teóricos acogían a artistas y agentes culturales que sumaban así nuevos registros y lenguajes. Con esto la teoría empezó a habitar nuevos contextos y espacios. Ha sido tan importante el efecto Goldsmiths que lo que antes era un modelo admirado de transdisciplinariedad ha derivado en una estética hegemónica en los museos y centros de arte europeos, donde los debates teóricos parecen haberse convertido en el fin último, eclipsando en ocasiones a las propias prácticas creativas. Ya no se acepta la práctica sin teoría. Exposición sin su respectivo seminario. Proyecto sin discurso.
Theodor Adorno y Max Horkheimer, en su célebre crítica a la industria cultural, afirmaban que la verdadera política de la cultura residía en el modelo productivo que la sustentaba, más que en los mensajes de sus productos. Algo similar ha ocurrido con Goldsmiths: mientras el foco estaba puesto en los contenidos críticos que surgían de sus aulas —como el realismo especulativo, la ontología orientada a objetos, la arquitectura forense o los estudios decoloniales, feministas y queer—, en las sombras se consolidaba una política de precarización laboral, recortes presupuestarios y mercantilización. Paradójicamente, cuanto más radical parecía Goldsmiths desde fuera, más neoliberal se volvía desde dentro. Como cuando nos parábamos a mirar a los trileros de las Ramblas, la bolita siempre estaba donde no se la buscaba. Paradójicamente los debates y análisis teóricos más sofisticados pasaban de espaldas a la institución en los que tenían lugar. Fondo y forma se iban distanciando paulatinamente.
Un artículo aparecido en noviembre de 2024 concluía con una poderosa imagen. El mural conmemorativo que habían realizado estudiantes tras la muerte de Mark Fisher que reza: “la política emancipatoria nos pide que destruyamos la apariencia de todo ‘orden natural’, que revelemos que lo que se presenta como necesario e inevitable no es más que mera contingencia y, al mismo tiempo, que lo que se presenta como imposible se revele accesible”, en la actualidad se encuentra en parte ocultado por los buzones que ha instalado Amazon en el campus. Y es que la tensión entre los discursos y posicionamientos críticos que ha promovido la institución poco tienen que ver con el modelo económico y las condiciones materiales que la sustentan. Ha sido tan grande el sesgo y las contradicciones entre lo que enunciaba y cómo funcionaba la universidad que al final ha terminado por romperse. Una institución que ha sido pionera en ahondar y difundir el pensamiento decolonial, la teoría queer, los estudios de género, los estudios culturales o que ha dado continuidad al legado crítico de la Escuela de Frankfurt, es también el perfecto ejemplo de una corporación neoliberalizada que busca la rentabilidad por encima de la coherencia discursiva.
Decíamos que el modelo de articulación entre teoría y práctica, ensayado en Goldsmiths, se ha consolidado como un modelo hegemónico en el entorno artístico y cultural. Paradójicamente, hoy resulta difícil encontrar un sector económico en el que la brecha entre los discursos que se enuncian y la realidad de su funcionamiento sea tan amplia como en el sector artístico. Este sector se encuentra completamente subordinado a intereses financieros, inmobiliarios y corporativos, y ha asumido sin reservas su rol como productor de objetos de lujo destinados a un coleccionismo exclusivo, accesible únicamente para una élite desvinculada de quienes los crean. Además, es cómplice, aunque sea por omisión, de grandes planes de urbanismo y rediseño urbano que priorizan la implementación de museos y centros de arte, desplazando así a los habitantes originales de ciertos barrios.
Asimismo, el sector ha normalizado que muchas de sus instituciones estén dirigidas por patronatos anacrónicos, integrados por miembros de familias con apellidos notables y linajes burgueses. Las prácticas de contratación en estas instituciones suelen ser alegales, y las condiciones laborales del sector, en general, se sustentan en la explotación y precarización de los trabajadores. La desigualdad entre la visibilidad y el capital simbólico que pueden alcanzar los artistas y creadores, y las precarias condiciones materiales en las que sustentan sus vidas, es tan marcada que las personas provenientes de entornos humildes son una rareza en este ámbito. Por mucho que cueste aceptarlo, el sector artístico y cultural, en términos generales, es profundamente clasista y está sostenido por una red de intereses financieros y corporativos.
Precisamente son tan evidentes y aplastantes las condiciones estructurales que dominan el sector artístico que no resulta sorprendente que en lugar de confrontar y transformar estas condiciones, artistas y creativos han tendido a volcarse hacia sí mismos, abandonando la política en mayúsculas para dedicarse a las micropolíticas del ser y del sentir. Ante la magnitud del “enemigo externo”, parece más sencillo buscar o fabricar un enemigo disponible, a menudo en el propio entorno cercano. Esta dinámica explica, en parte, por qué el realismo pesimista que ha impregnado el sector ha dado lugar a un aumento de conflictos y acusaciones entre los propios agentes culturales en vez de servir de detonante para enfrentarse a las causas del malestar colectivo. Siempre es más fácil apuntar hacia abajo que pegar hacia arriba. En un curioso ejercicio de transmutación la teoría crítica ha pasado de ser una herramienta destinada al análisis de las estructuras que condicionan la vida colectiva con el objetivo de ponerlas en crisis, para pasar a ser un asidero identitario que valida y legitima el malestar particular. Yo soy precario. Yo soy víctima. Yo soy interseccional. Tu no lo eres.
Cuando las prácticas artísticas renuncian a participar de forma activa en la política, surge la necesidad de compensar esa ausencia tematizando los debates políticos, convirtiéndolos en productos formales, es decir, en contenidos. En ningún otro ámbito social se observan tantos discursos y artefactos que versan sobre género, decolonialidad, precariedad, extractivismo, disidencias sexuales o neoliberalismo, al mismo tiempo que se encuentran tan pocas organizaciones o estructuras dedicadas a transformar colectivamente esos ejes de opresión. Se ha puesto un exceso de énfasis en trabajar en lo simbólico olvidando completamente la dimensión material de las desigualdades. Esta desconexión ha desplazado la política del ámbito colectivo al terreno individual. Conceptos, enfoques y teorías que debían conducir a la emancipación se leen y articulan en clave moralista. No resulta extraño que en este tipo de contextos la lista de posibles agravios sea interminable, Mientras tanto el tiempo que se dedica a crear herramientas para solucionar conflictos, es más bien limitada. En ocasiones y de forma interesada se confunden conflictos interpersonales con formas de abuso, nos recuerda Laura Macaya. En este contexto proliferan quienes utilizan señalamientos y ataques para mejorar su estatus mediático y legitimar así su espacio simbólico sin pensar en horizontes de transformación o emancipación colectiva.
Así, el sector, aunque continúe hablando de cuidados, comunidad y vínculos, se ha convertido en un entorno hostil, un avispero donde pocos meterían la mano, en el que los ataques y las acusaciones son la norma, y la acumulación de visibilidad se logra con frecuencia desprestigiando a los demás. Cuando se abandona el deseo de luchar por erradicar las desigualdades estructurales, el único refugio que queda es lo íntimo, lo personal o lo abstracto. Esto refuerza la lógica del extractivismo simbólico y de la acumulación de visibilidad. En este clima de confrontación perpetua, nunca falta la oportunidad de avivar la sospecha sobre el comportamiento de los demás. Así, nuestras instituciones y organizaciones culturales se van desmoronando desde dentro, convertidas en campos minados donde impera el miedo a que alguien exponga las debilidades o incongruencias de cada cual. Y mientras las comunidades creativas se consumen en conflictos internos, el poder financiero, los intereses inmobiliarios y las políticas reaccionarias no hacen sino consolidarse y expandirse.
Cuanto más elaborados y sofisticados son los discursos y teorías que circulan, más patente se hace la incapacidad de las comunidades de organizarse y trabajar para combatir las condiciones de opresión que enfrentan. Cuando más tiempo ocupan los conflictos interpersonales e internos, menos capacidad para atender a las condiciones externas que dan pié a dichos conflictos. En este contexto, la teoría crítica se ha convertido en un complemento que exonera de responsabilidades. Ha pasado de ser una herramienta de emancipación a transformarse en un símbolo de distinción que encubre la falta de acción. Pensar y hacer parecen haberse divorciado, mientras la militancia se vacía y los activismos unipersonales proliferan. El pensamiento crítico se ha encerrado en sí mismo, del mismo modo en que lo hicieron en su día el arte autónomo o las prácticas estéticas intimistas.
Podemos leer las huelgas y piquetes organizados en Goldsmiths como un intento colectivo por evitar que se escindan la teoría de la práctica. Las ideas de los gestos. Lo que se enseña de lo que se hace. Y llegados a este punto nos podríamos llegar a preguntar si las prácticas artísticas o culturales requieren de este suplemento llamado teoría que las valida y dota de legitimidad discursiva. Si lo que tenemos delante es un problema de mal uso o si realmente a estas alturas es inevitable asumir la relación tóxica en la que han entrado teoría y práctica artística. Es lícito preguntarse si es la hora de pedir una tregua, recalibrar nuestras armas, y volver a apuntar hacia arriba. Es el momento de reconsiderar si tiene sentido seguir utilizando una herramienta diseñada para evidenciar las injusticias inscritas en los sistemas sociales para evaluar la conducta individual de las personas. Y frente a esta desvirtuación de la teoría y siguiendo la pregunta que nos lanzaba Mark Fisher es importante preguntarnos sobre ¿cómo podemos articular las prácticas creativas con formas de pensamiento que conduzcan a la emancipación?¿Cómo podemos hacer que la estética sea una preocupación de la política y la política un eje que articule la estética?¿Cómo podemos articular fondo y forma?¿Cómo podemos volver a pensar, crear y pelear colectivamente por vidas más justas sin entrar en lógicas de visibilidad, representación y captación de seguidores?¿Cómo podemos pasar de hablar de agravios para pasar a inventar nuevas formas de justicia?¿Cómo podemos volver a averiguar colectivamente lo que queremos y organizarnos para conseguirlo? ¿Cómo pueden las practicas artísticas y culturales ayudar a conjurar horizontes de emancipación y no acabar siendo los guardianes de la moral contemporánea? Sin duda debates de calado que a los que no debería ser ajenos cualquier organización cultural, artística o educativa preocupada por la equidad, la justicia o la transformación eco-social en la actualidad.