In the early 1970s, designer and pedagogue Victor Papanek banged his fist on the table of modern design and urged us to start designing “for the real world”. The days were now numbered for design in which form prevailed over function – for unsustainable design at the service of the market and not the user. The hermetic and elitist design world opened its gates, giving way to social, political and environmental concerns. Design had to be less individualistic and more collective. It could no longer continue being an exercise in aesthetic virtuosity at the service of a few wealthy consumers. From now on it was to be considered as a tool to start transforming an ever changing world. Designing for the real world presented us with a great challenge: firstly we had to understand people’s needs, possibilities, limitations and desires. Secondly, we needed to offer solutions to alleviate or improve their lives. As a consequence, the designer transitioned from practitioner to researcher – before designing for the real world, the designer had to understand it.
Many real worlds
With the distance of time, it is easy to dispute some of the ideas that underlie Papanek’s work, and we could quickly fall into complacency and point out the mistakes of the past. This is not the aim of this article. But, facing a crisis whose magnitude we can barely glimpse, it is important to think about what it will be like to design for the real world after confinement. We cannot stop wondering about the world that this pandemic will leave to us. Can we still think that there is only one world? Will we have to design for a broken world or for a world in which everything remains the same? Was our old normality leading us relentlessly into a world in danger of extinction? The real world that Papanek was telling us about is increasingly complex. Faced with the need to understand it, we have to accept that in each society, each geographical area, in each world, there are many worlds, many societies, many different realities whose interests will not always converge. There is no one real world; the world instead houses multiple worlds.
What I mean by this is that, as soon as we start to pay attention, we notice worlds crossed by power relations, very unequal living conditions, privileges, forms of poverty and precariousness. Human and animal societies. Societies of bacteria, private societies and corporations. Worlds marked by very different interests, in which the well-being of one social group, unfortunately, implies the discomfort of others. The excesses and privileges of humans have too often been at the cost of environmental degradation. Technological progress is paid for with the destruction of mineral resources. The world of tuna is different from the world of people with functional diversity. The world of migratory birds is different from the world of informal garbage collectors. The world of nursery schools is different from that of nursing homes. The world of those who have is completely different from the world of those who hardly have enough to eat. Paradoxically, these worlds are interconnected, united in ways that are twisted and difficult to imagine. We go from one universe to the pluriverse. It has been said that the flap of a butterfly’s wings, occurring at a given moment, could alter a sequence of events of immense magnitude in the long term. A bat from a Chinese market can affect the global economy. Learning to design for the real world implies learning to design for a plurality of interdependent worlds. We must stop seeing a fragmented world, our world, to be able to understand the links and tensions that structure a common world. A world, as the Zapatistas used to say, where many worlds fit. A world in which our actions will have consequences on the others’ worlds. A constellation of worlds that we have to learn to care for.
La película 24h Party People relata el auge y decadencia de una de las escenas musicales y creativas más importantes de finales del siglo XX. La escena de Manchester, que consagró a un número importante de bandas de clase trabajadora del norte de inglaterra. Grupos como los Happy Mondays, Joy Division, Stone Roses, Primal Scream, A Certain Ratio, New Order, etc. transformaron el imaginario social y cultural de la ciudad. La película empieza con planos reales de un concierto que dieron los Sex Pistols, el grupo punk londinense por excelencia en una sala de conciertos pública, el Lesser Free Trade Hall, al que tan sólo acudieron 42 personas. Programar ese concierto fue un acto de temeridad (jugársela por un grupo que sube al escenario borracho y se caga en la reina requiere valor) y un fracaso si tenemos en cuenta las entradas vendidas. Sin embargo el concierto fue el detonante para que se formaran muchas de las bandas cuya música aún podemos disfrutar. Casi todos los asistentes acabarían involucrados de una forma u otra en la escena musical de la ciudad. Es lo que tiene la cultura, por lo general no es razonable, no se rige por la razón, sin embargo es afectiva, genera afección. Contagia. Conmueve y por eso, transforma. Predecir las consecuencias que puede tener un actividad cultural requiere de una clarividencia que muchos desearían tener. Por eso tantas cosas salen mal, por eso es tan importante la experimentación cultural.
El crítico cultural marxista Raymond Williams escribió que la cultura genera “estructuras de sentir”, es decir, nos ayuda a dar forma a lo que sentimos de forma colectiva. Produce imaginarios compartidos que nos ayudan a hacernos cargo de la realidad. Transforma lo íntimo en materia común. Por eso existe tanto interés por hacerse con la hegemonía cultural. En hacerse con esa herramienta capaz de transformar el malestar en alegría, la esperanza en rabia, la desilusión en esperanza o la soledad en comunidad. Hay canciones que nos recuerdan al verano perfecto, cuadros que nos conmueven y no sabemos bien porque. Festivales que nos recuerdan a nuestros amigos o películas que nos ayudan a entender conflictos que no hemos logrado resolver. Las estructuras de sentir marcan el tono afectivo de los grupos sociales. Por eso, tomar decisiones en este momento de crisis, en este momento que el tono afectivo general es de bajón, requiere valor. Requiere tacto. Requiere cuidado, pero también requiere determinación.
Crear recuerdos colectivos, abrir horizontes de esperanza, hacer que esta crisis se viva de una forma un poco menos individual, es un regalo para esta sociedad entristecida, resentida y confinada. Seguro que programar conciertos, abrir espacios de cuidado y transformación, siempre se puede hacer mejor. Pero la cultura de Barcelona no puede estar supeditada a lo que opinen algunas voces que se piensan sector cultural. El interés general siempre ha tenido que asumir que no puede satisfacer a todos los intereses particulares. En este caso, voces que ni representan ni pueden hablar desde cierta colectividad. Se sienten legitimados porque se dedican a la cultura pero los argumentos que presentan suenan a veces muy interesados, a veces incluso un poco snob. Nadie puede saber cómo afectará al público una obra de teatro, una actuación de circo, como nos interpelará una canción. Por eso en cultura, a veces hay que tomar decisiones sin tener todas las certezas, sin contar con todos los datos, tomar decisiones desde el corazón. Arriesgarse a meter la pata, porque haga lo que se haga, para alguien siempre estará mal.
Si te pudiera mandar un mensaje, Ada, te diría gracias por pensar en nosotros. Gracias por pensar en nuestro bienestar. Por intentar cuidarnos y animarnos. Por hacer lo posible por que no vivamos este encierro en soledad. Por intentar abrir horizontes de deseo y de placer. Y cuando tomes decisiones, te ruego que seas valiente. Que lo hagas desde el corazón. Que recuerdes que hay muchas personas que no viven en las redes. Muchos ciudadanos/as que no soportan meterse en ese lodazal. Que hay mucha gente que sabe cómo deberían hacerse las cosas, pero por lo general sólo se dedican a opinar. En medio de una crisis, no me puedo imaginar a las y los sanitarios ŕenunciando a cuidarnos porque las condiciones para hacerlo no sean las óptimas. Que renunciaran a cuidar de nuestra salud porque las cosas se podían haber hecho mejor. Por eso salimos cada tarde a aplaudir su sentido de la responsabilidad. Creo firmemente que en este momento es importante convertir el resentimiento en alegría. Hay malestares que solo los quita un buen baile, y esta ciudad triste necesita un buen meneo, un poco menos de amargura, un poco más de amor. Creo que en cultura hay algo peor que hacer una cosa mal y recibir críticas por ello, y es dejar de hacer por miedo a quienes te criticarán. Gracias por intentarlo. La próxima vez saldrá mejor.
A principios de la década de los setenta el diseñador y pedagogo Victor Papanek dió un golpe en la mesa del diseño moderno y nos instó a empezar a diseñar “para un mundo real”. El diseño en el que primaba la forma por encima de la función, ese diseño insostenible que se ponía al servicio del mercado y no de los usuarios, tenía los días contados. El mundo del diseño, hermético y elitista, abrió sus puertas dando paso a preocupaciones sociales, políticas o medioambientales. El diseño debía de ser menos individual y más colectivo. Ya no podía seguir siendo un ejercicio de virtuosismo estético al servicio de unos pocos consumidores pudientes. A partir de ahora debía considerarse como una herramienta con la que empezar a transformar un mundo que estaba en plena ebullición. Diseñar para un mundo real nos presentaba un gran reto: en primer lugar había que entender las necesidades, posibilidades, limitaciones y deseos de las personas. En segundo lugar, ofrecer soluciones para paliar o mejorar sus vidas. Con esto el diseñador/a pasaba de hacedor/a, a investigador/a. Antes de diseñar para el mundo real, debía de entenderlo.
Muchos mundos reales
Con la distancia que nos da el tiempo es fácil impugnar algunas de las ideas que subyacen a la obra de Papanek. Rápidamente podríamos caer en la autocomplacencia y señalar los errores del pasado. No es el objetivo de este artículo. Pero, frente a una crisis cuya magnitud apenas podemos vislumbrar, es importante pensar en cómo será diseñar para el mundo real que nos vamos a encontrar al salir del confinamiento. No podemos dejar de preguntarnos ¿Qué mundo nos va a dejar esta pandemia? ¿Podemos seguir pensando que existe un sólo mundo?¿Vamos a tener que diseñar para un mundo roto o para un mundo en el que todo sigue igual? Nuestra antigua normalidad ¿Nos llevaba irrefrenablemente hacia un mundo en peligro de extinción? El mundo real del que nos hablaba Papanek se vuelve cada vez más complejo. Frente a la necesidad de entenderlo, hemos de aceptar que en cada sociedad, cada zona geográfica, que en cada mundo, habitan muchos mundos, muchas sociedades, muchas realidades diferentes cuyos intereses no siempre van a converger. No hay un sólo mundo real, el mundo alberga varios mundos.
En cuanto prestamos atención se nos desvelan mundos cruzados por relaciones de poder, condiciones de vida muy desiguales, privilegios, formas de pobreza y de precariedad. Sociedades humanas y sociedades animales. Sociedades de bacterias, sociedades anónimas y sociedades limitadas. Mundos surcados por intereses muy diferentes, en el que el bienestar de un grupo social lamentablemente implica el malestar de los demás. Los excesos y privilegios de los humanos en demasiadas ocasiones han sido a costa de la degradación del medio ambiente. El avance de las tecnologías se paga con la destrucción de recursos minerales. El mundo de los atunes es diferente del mundo de las personas con diversidad funcional. El mundo de las aves migratorias es diferente al de los recolectores informales de basura. El mundo de las guarderías es diferente al de las residencias para personas de la tercera edad. El mundo de los que tienen, es completamente diferente del mundo de quienes apenas tienen para comer. Paradójicamente estos mundos están interconectados, unidos de formas retorcidas y difíciles de imaginar. Pasamos de un universo al pluriverso. Ya se decía que el aleteo de una mariposa, acaecido en un momento dado, pueda alterar a largo plazo una secuencia de acontecimientos de inmensa magnitud. Un murciélago de un mercado chino puede afectar a la economía global. Aprender a diseñar para un mundo real, implica, aprender a diseñar para una pluralidad de mundos conectados entre sí. Hemos de dejar de ver un mundo fragmentado, nuestro mundo, para ser capaces de entender los vínculos y tensiones que estructuran un mundo en común. Un mundo, como decían los zapatistas, donde quepan muchos mundos. Un mundo en que nuestras acciones tendrán consecuencias en los mundos de los demás. Una constelación de mundos que hay que aprender a cuidar.
Diseño ontológico
La teórica del diseño Anne-Marie Willis en su artículo “Ontological Designing—Laying the Ground” argumentaba que en el diseño se produce un doble movimiento ontológico, los humanos diseñamos el mundo pero el mundo también nos diseña a nosotros. Cada proyecto de diseño tiene el poder de inaugurar un mundo de usuarios, de hábitos, de tendencias, pero también de perpetuar formas de discriminación, reproducir problemáticas existentes y perpetuar hegemonías sociales y políticas. Inventar el email es inventar un mundo con muchos mails que responder. La materialidad de los objetos de diseño hace que estos actúen sobre nosotros. Afecten y en ocasiones determinen nuestras conductas. Si el diseño es esa práctica que gira alrededor de la creación de objetos, mensajes, experiencias y sensaciones, podemos extrapolar fácilmente que las prácticas de diseño contemporáneo no tan sólo crean estos objetos, mensajes o experiencias, sino que contribuyen a crear los mundos en los que estos existen. Quien diseña un coche también contribuye a crear un o una conductora, una autopista y un atasco. Quien diseña un servidor contribuye a al aumento del calentamiento global. En este contexto de crisis no arriesgamos mucho demandando que las prácticas de diseño sean capaces de imaginar y hacerse cargo de los mundos que ayudan a crear. Diseñar es contribuir a desplegar mundos. A fijar presentes. A inaugurar futuros. A facilitar vidas que están por acontecer. Hacernos cargo de estos mundos, es empezar a diseñar para un mundo que aún no es real, pero que puede serlo. Diseñar es aceptar el reto de la responsabilidad. Para eso es necesario consensuar en qué tipo de mundos queremos habitar. Es decir, hacer política.
Política y diseño
Desde hace ya algunos años hay quien nos avisa que los humanos nos hemos creído que el mundo nos pertenecía. Que éramos la especie que estaba por encima de las demás. Que hacíamos política de forma egoísta. Tomábamos decisiones como si estuviéramos sólos en este planeta, como si no hubiera un mañana. Como si todo fuera a ir siempre bien. Bruno Latour en su momento nos instó a diseñar un “parlamento de las cosas” para obligarnos a hacer política teniendo en cuenta los intereses de los humanos y de los no-humanos. Escuchando y respetando necesidades, agencias y propensidades no humanas. Un parlamento más plural en el que los que hacen discursos no tomen decisiones sobre los que hacen cosas. Un parlamento para darle voz a los seres con los que compartimos planeta y con los que sólo tenemos una relación instrumental. Nos decía que es necesario aprender a tomar decisiones teniendo en cuenta las opiniones y necesidades de quienes no saben expresarse como nosotros, los que no tienen la facultad de hablar. Atender y trabajar con el mundo biológico y geológico que hemos tendido a ignorar. ¿Tiene sentido planificar urbanizaciones sin tener en cuenta los cauces de los ríos y rieras sobre las que se van a edificar?¿Establecer políticas de pesca sin entender los ciclos de reproducción de las especies que vamos a esquilmar?¿Contaminar la biosfera para que nos podamos desplazar con mayor velocidad?¿Podemos diseñar ciudades sin tener en cuenta los cuerpos de los más vulnerables, los cuerpos de quienes no se va a dedicar a producir?¿Debemos diseñar artefactos sin tener en cuenta la vida social de todos los elementos que los van a componer? Este parlamento de las cosas, parece que se va a quedar pequeño. Cada vez se despliegan más mundos, más intereses, más entidades, más agencias. Está claro que la política de los humanos para los humanos, tiene poco que aportar.
En una línea similar Isabelle Stengers nos instaba a hacer “cosmopolítica”, es decir, explorar formas de política que tengan en cuenta la pluralidad de agentes a los que afectan las decisiones que se van a tomar. Hacer política pensando tanto en los beneficiados como en los perjudicados de las decisiones que se tomen. Hacer política con los expertos y los profanos, con los políticos y con los payasos. Políticas plurales para mundos cada vez más complejos. Política teniendo en cuenta las comunidades de afectados que van aflorar con cada decisión que se tome. Por eso es interesante preguntarse si se puede hacer diseño cosmopolítico. Si se puede diseñar invitando y habilitando mecanismos para que las comunidades de afectados, los seres no-humanos y los sujetos menos favorecidos, se puedan expresar. Diseñar en plural. Diseñar en comunidad. Diseñar invitando, no decidiendo por los demás. Diseñar ya es hacer política.
Eso implicaría diseñar dejando de lado el interés particular. Diseñar para un mundo un poco más común. Diseñar sin creer que el planeta nos pertenece. Que muchos de los seres y especies que nos rodean se sienten amenazados por nuestro bienestar. ¿Podemos diseñar aviones y rutas comerciales sin pensar en los virus que van a contribuir a movilizar?¿Podemos diseñar sistemas de salud pensados sólo para quienes se los puedan costear?¿Podemos diseñar colecciones de moda pensando en que todos los materiales que usemos deben de poder producirse a escala local?¿Podemos diseñar recetas que no impliquen una red de importación y exportación de alimentos a escala global? Cada diseño moviliza mundos, reproduce privilegios y formas de desigualdad. Diseñar es hacer política a través de los artefactos, de las cosas que ponemos en circulación. Diseñar es materializar relaciones de poder. Diseñando se ponen en acción diferentes formas de política, políticas materiales, políticas tecnológicas, políticas del amor.
Venimos de una era histórica fuertemente marcada por el individualismo. Venimos de un sistema de mercado, el capitalismo de corte neoliberal, basado en la competición entre sujetos y la explotación extractiva de recursos sin pensar en las repercusiones que esto va a tener. ¿Debería el diseño de mañana perpetuar este modelo productivo?¿Queremos que el mundo real de mañana sea igual al que teníamos ayer?¿Nos podemos permitir sostener lo que hace apenas unos días llamábamos normalidad? Yo creo que no. Intuyo que debemos dejar de diseñar siguiendo los intereses particulares para hacerlo desde una conciencia un poco más global. En ese sentido ¿Tiene sentido seguir pensando que somos sujetos individuales que deben maximizar sus beneficios a base de minimizar las ganancias de los demás? Aceptar que el malestar, la tristeza o la inseguridad de los otros nos afectan, es empezar a aceptar que nuestras conciencias están más entrelazadas de lo que podría parecer. Que nuestras vidas están embrolladas con las vidas de los demás. Que hemos convertido un sesgo cognitivo, pensar que somos individuos independientes, en una forma de relacionarnos con una realidad. Somos seres que afectamos y nos dejamos afectar. Estamos cruzados por energías que a veces compartimos y a veces podemos bloquear. La tristeza es contagiosa igual que lo es la felicidad. Salir de la consciencia individual para empezar a diseñar pensando en una consciencia más grande, más intersubjetiva, más generosa, es una buena forma de empezar a romper con la tiranía del egoísmo de la individualidad.
Diseñar para mundos cada vez menos modernos
Estamos pasando de un mundo lineal y piramidal a una multitud de mundos caóticos y horizontalizados. Estamos pasando de usar categorías binarias (hombre/mujer, natura/cultura, razón/emoción, centro/periferia, norte/sur, blanco/negro, bien/mal), a necesitar matices, escalas y nuevos términos para comprender la realidad. Estas formas de pensar/ordenar el mundo heredadas de la modernidad dieron pie a disciplinas de conocimiento estancas con las que aún tenemos que lidiar. Saberes muy especializados que eran incompatibles entre sí. Frente a la complejidad de lo que estamos viviendo no hay disciplina de conocimiento en la actualidad que pueda entender todas las facetas e implicaciones a resolver. Por ello necesitamos deshacernos del pesado yugo moderno para elaborar saberes indisciplinados y promiscuos, capaces de abordar este embrollo desde la humildad y la incertidumbre. Diseñar desde la crítica y desde el amor. Aceptar que esta crisis va a afectar a los seres humanos y no-humanos de formas muy diversas y desiguales. Que el bienestar de un grupo social puede ser el orígen de las desventajas de los demás. La solución a un problema puede ser el inicio de un nuevo malestar. Que lo que es un problema para los humanos, es una bendición para las aves. Lo que se presenta como un problema económico a su vez tiene tiene consecuencias positivas para el medio ambiente. Que si no nos organizamos, de esta crisis saldrán muchos perdedores y un puñado de ganadores. Que se va a extender la pobreza y concentrar la riqueza. Ya no podemos plantear preguntas o debates que sean lineares, hemos de aprender a trabajar desde la complejidad, con problemas retorcidos cuya solución será siempre provisional. El diseño que transforma tiene una misión: aprender a habitar la complejidad sin renunciar a prototipar y experimentar soluciones parciales. El diseño ha de olvidar sus certezas, atreverse a titubear. A trastear. Perder su arrogancia para así aproximarse a los problemas sin tener garantías de poderlos solucionar.
Llevamos demasiados siglos pensando que somos seres independientes del medio en que vivimos. Nos vemos como sujetos autónomos cuyas vidas no afectan a las de los demás. La idea del sujeto liberal, autónomo e independiente ha calado hondo en nuestros imaginarios. Sólo aceptando que somos frágiles, vulnerables, que nuestros cuerpos enferman y necesitan cuidados, podemos empezar a terminar con la ficción de la individualidad. No hay persona que no sea un sistema de diferentes entidades. Que no contenga genes de otros seres. No hay sujeto que no sea una trama densa de seres y necesidades. No hay humano sin oxígeno que respirar. No hay sujeto sin agua que beber. No hay persona sin su flora y fauna bacteriana. No hay humano que resista dejar de comer. Nadie nace sin que otras personas existieran antes que ella o el. Aceptar que somos interdependientes es el primer paso a cambiar de una consciencia individual a una colectiva. Para dejar de pensar que somos especiales a entender que en el planeta tierra somos un animal más. Audre Lorde nos recuerda que “Sólo en el marco de la interdependencia de diversas fuerzas, reconocidas en un plano de igualdad, pueden generarse el poder de buscar nuevas formas de ser en el mundo y el valor y el apoyo necesarios para actuar en un territorio todavía por conquistar”. La interdependencia no resta agencia, sino es la base de nuestro poder. Somos fuertes porque siempre fuimos multitud. Sólo aceptando que nuestra fuerza de ser, proviene de la capacidad de ser en común, vamos a poder reunir la suficiente energía como para transformar la realidad. El diseño que no sea capaz de dar cuenta, de trabajar a partir de esta interdependencia es un diseño condenado a repetir un paradigma del que es necesario escapar. El diseño individualista, de autor, que no tiene en cuenta las necesidades de la comunidad, es un diseño nostálgico, que añora un pasado en el que se pensaba que el individuo era más importante que el interés general.
Cuando salgamos debemos elaborar prácticas de diseño que partan de la premisa de que sin cuidados no hay bienestar. Sin salud no hay vida. Que los cuerpos hábiles y fuertes no son la norma sino la excepción. Que somos todos mucho más frágiles de lo que nos gustaría creer. Esta pandemia nos recuerda que somos mucho más responsables del bienestar de los que nos rodean de lo que nos gustaría tener que asumir. Nuestras acciones e imprudencias pueden matar a la persona que tenemos al lado, a las personas que más queremos. Nuestro egoísmo, vivir siguiendo el interés individual, es el vehículo por el que se mueve una capacidad de destrucción sin parangón. Cuidar implica perder libertad. Es no ir a la segunda residencia en semana santa, es limpiarnos las manos con frecuencia, es no poner en riesgo la vida de los demás. Diseñar con cuidado, desde los cuidados, desde la responsabilidad ya no es una opción, es la única vía a seguir. Diseñar cuidando a las personas, a los seres no-humanos, al medio ambiente, a nosotras mismas/os, a las diferentes realidades con las que vamos a interactuar.
Un presente con muchos futuros
Decía Walter Benjamin que todo documento de cultura antes o después, terminará siendo un documento de barbarie. Cualquier libro, película, canción, con el paso del tiempo nos revelará las formas de desigualdad, las formas de violencia, los privilegios y las formas de discriminación, que en otra época eran lo normal. Lo que para una generación eran signos de libertad, aparecerán como formas de coerción para la generación que vendrá. Esta crisis ha hecho que los objetos de diseño que hace unos días nos parecían interesantes, nos parezcan fruto de la más absoluta banalidad. Y es que el mundo real para el que diseñamos ayer ha dejado de existir. Lo que antes parecía importante, ahora se revela como un ejercicio de narcisismo exhibicionista. Los problemas a los que nos enfrentábamos ayer serán diferentes a los que nos encontremos hoy. El diseño que hace unos días parecía relevante ahora es completamente superfluo. El mundo que ayer parecía sólido, hoy parece irreal. Cuando salgamos de este confinamiento nos vamos a encontrar un mundo en el que va a faltar mucha gente. Un mundo afectado por una crisis económica y social brutal. Un mundo asolado por la tristeza y el dolor. El diseño ya no puede permitirse caer en la nostalgia de lo que una vez pudo ser. No puede dedicarse a especular con futuros que tal vez no serán. El diseño requiere presencia. Nos obliga a atender, entender y cuidar. A establecer conexiones y vínculos. A poner nuestra energía, inventiva y creatividad en diseñar nuevos presentes. A ahondar en mundos cada vez más complejos, más plurales, más justos, más sutiles, más interdependientes, más humildes, mas compartidos. Nos toca diseñar una constelación de presentes que empiecen a hilvanar un mundo un poco mejor.
Resumen del texto “Paranoid Reading and Reparative Reading, or, You’re So Paranoid You Probably Think This Essay is About You”, del libro Touching Feeling: Affect, Pedagogy, Performativity.
Me preguntaba recientemente un conocido, no sin cierta sorna, porque consideraba yo que habían desaparecido o se habían malogrado muchos de los planes y proyectos de incentivo de la participación cultural, de los que tanto se hablaron tan sólo hace unos años y que habían puesto en marcha responsables de las áreas de cultura de diferentes ciudades del Estado.
Y es que a pesar de algunos casos de éxito (importante destacar el reconocimiento al proyecto de La Harinera de Zaragoza con el Eurocities Awards 2019), muchos de las consultas, planes de participación, consejos ciudadanos para la cultura o programas de apoyo a la participación, parece que se han ido quedando olvidados en cajones administrativos o entre los pliegues de programas políticos por realizar. Aunque el derecho a la participación cultural es un derecho que debería estar garantizado constitucionalmente (para una explicación más exhaustiva sobre los derechos de acceso a la cultura ver el magnífico artículo de Sergio Ramos Cebrián), parece que cada vez queda más lejos el ideal de una sociedad participada por proyectos de base comunitaria o proyectos políticamente autónomos nacidos para evidenciar la incapacidad de lo público para responder de forma generosa a su mandato de trabajar para el interés general desde una perspectiva democrática.
Partimos de la certeza de que un Estado democrático avanzado es una sociedad en la que la ciudadanía tiene un papel activo en la toma de decisiones sobre asuntos que la afectan. El Estado social, de esta forma, ha de facilitar la creación de mecanismos para escuchar y poder hacerse cargo de demandas y necesidades sociales, pese a que en muchos casos pueden resultar conflictivas o incluso antagonistas. La capacidad de negociar con la discrepancia nos dará indicadores claros del grado de democratización de una sociedad específica. Las instituciones, que deben garantizar estar al servicio de la mayoría de los ciudadanos, necesitan aprender a escuchar y trabajar con demandas nacidas a raíz de preocupaciones o malestares sociales. Es esta negociación y cooperación la que denominamos participación.
Uno de los grandes problemas que hemos visto estos últimos años es que se han multiplicado las consultas y redactado planes de políticas culturales públicas con llamamientos a la participación, pero en muy pocos de estos casos estos espacios o planes eran de carácter vinculante. Se llamaba a participar pero no había forma técnica de hacerse cargo de las expresiones del malestar ciudadano. Se escuchaba pero no había forma prevista para ver cómo una demanda, queja o necesidad, era acogida, trabajada y transformada en un cambio político o administrativo. Se invitaba a la autoorganización sin contar con mecanismos para hacerse cargo y respetar las decisiones tomadas fuera de la institución.
Se nos dibuja así una Administración a la defensiva. En ocasiones incapaz, por su rigidez, de facilitar las legítimas demandas del derecho a la participación. Y poco atenta o sensible a las condiciones materiales de los demandantes. No nos engañemos, para la ciudadanía la participación es cara, requiere de tiempo y atención, y no tardaron en salir colectivos y ciudadanos desengañados, que percibían que las consultas tenían más de performativo que de herramienta de inclusión política. Procesos de participación que no llevaban a sistemas más abiertos de deliberación o toma de decisiones, se percibieron como pantomimas de lo democrático. Nuestro primer aprendizaje fue, que si no hay cesión de poder, la participación es un simple enunciado.
Muchas de estas consultas o planes, si bien nacieron bienintencionados, se chocaron con una realidad social imprevista, apenas hay organizaciones de carácter cultural que no tengan un carácter sectorial capaces de expresar y acompañar la materialización de sus demandas. Si bien es verdad que existe ciertas organizaciones que representan los intereses de la patronal, las voces de los trabajadores/as de la cultura apenas tienen lugares de expresión. Así progresivamente, la participación pasó de buscar cómo cambiar estructuralmente el sector de la cultura, a convertirse en espacios para la opinión sobre contenidos de estructuras o instituciones ya existentes. Es una participación tímida, puesto que el cambio de contenidos no tiene correlación con la mejora institucional o estructural de un sector, la participación en este caso, era un pasatiempo caro para quienes se podían permitir no estar trabajando en sus proyectos.
Muchos ayuntamientos y organismos públicos adolecieron de la falta de preparación y formación técnica necesaria para generar y acompañar procesos participativos. Si bien es verdad que en algunos casos eso propició la entrada de empresas especializadas en mediación cultural, fueron muchos los casos que estas iniciativas se hicieron de forma bruta y temeraria. Gran parte de las demandas o necesidades ciudadanas se toparon con límites burocráticos o administrativos que no se supieron resolver. La administración, diseñada para funcionar de arriba-abajo apenas tenía mecanismos para entender y gestionar el abajo arriba. Asuntos legales, incertidumbre sobre competencias, falta de previsión o incapacidad para asignar presupuestos torpedearon o ralentizaron algunos de los procesos participativos más interesantes. La incapacidad para ver resultados o los contratiempos técnicos constantes lograron disuadir incluso a las organizaciones más fuertes de ejercer su derecho a la participación.
Por otra parte, en ocasiones la ciudadanía se encontró con responsables técnicos con muy buena formación, pero con una desconfianza absoluta en la capacidad de organización ciudadana. En otros casos, desde cultura faltó atender al bagaje de otras áreas de la propia administración con mejor tradición y preparación en este tema. Una administración acostumbrada a tutelar a las personas, estaba poco preparada mentalmente para aceptar ser guiada por necesidades impuestas desde abajo. De esta forma las demandas legítimas fueron obstaculizadas con principios legales. Con normativas que no se querían leer con generosidad. Con impedimentos técnicos. Con desconfianza y reticencias.
La tensión legalidad-legitimidad ha sido uno de los problemas políticos más importantes que se han encontrado los llamados gobiernos del cambio, y poco han podido hacer para revertir una relación de poder que claramente tendía a infantilizar y menospreciar la capacidad de organización social. Pese a que muchas personas estaban ejerciendo su derecho a participar en la vida cultural de sus ciudades, políticos poco audaces se parapetaron tras requerimientos administrativos, técnicos, legales y jurídicos, para evitar complicarse la vida gestionando el disenso cultural. Esto se podría resumir con el famoso, -Muy interesante esto que decís chavales, ¿por qué no montáis una asociación para que os podamos convocar y hablarlo?.
Es una buena noticia constatar que durante estos últimos años la noción de precariedad ha saltado de los ámbitos más activistas al mainstream cultural, en parte debido al maravilloso libro de Remedios Zafra. Lamentablemente, por mi experiencia, la precariedad se ha convertido en una muletilla que justifica conductas, pero no llama a cambiarlas. La precariedad ha servido para justificar que primaran los intereses personales sobre los comunitarios, que personas ocuparan cargos de compañeros destituidos de forma injusta, o que comportamientos poco solidarios se justifiquen debido a la precariedad económica de la persona. Así, la precariedad sirve para explicar porque en cultura hay tanto free rider, pero la consciencia de esta precariedad no ha servido hasta el momento y contando excepciones muy específicas, como estímulo para organizarse y empezar a combatirla. De igual forma, es importante notar que las instituciones que convocaban a la participación ciudadana, no siempre han tenido en cuenta la precariedad económicamente de muchos ciudadanos y ciudadanas, organizando sesiones en horarios imposibles, sin servicio de guardería, sin medidas para garantizar la asistencia de personas con diversidad funcional o psíquica, etc. Esto a la larga ha contribuido que quienes participaban se parecieran demasiado sociológicamente a quienes convocaban.
Por último y de forma más importante, no es casualidad que el nacimiento de las políticas culturales tenga que ver con la necesidad de los Estados por integrar y mitigar formas de conflictividad social. La cultura es ese bálsamo que puede calmar antagonismos y normalizar tensiones sociales. Reducir conflictos sociales y armonizar a la ciudadanía. Siguiendo esta lógica de la cultura como recurso, de nuevo, hemos visto en estos últimos años como muchos de los programas se han usado para intentar acallar o neutralizar disidencias o tensiones políticas. Repartiendo juego, dando visibilidad o realizando encargos monetarios específicos a sujetos con una marcada trayectoria crítica, la participación ha servido para apaciguar descontentos. Ha servido de herramienta política para mitigar conflictos.
Decíamos que la participación cultural es un derecho de la ciudadanía y no un mecanismo de gestión de la disidencia. Para evitar que la participación devenga un recurso al servicio de la gubernamentalidad, es importante aprender y diseñar formas para incentivar la participación incluso de quienes tensionen, cuestionen o antagonicen con las instituciones públicas. Cuando la participación sirva para negociar espacios de poder y no como un proveedor de contenidos para programas públicos, estaremos cerca de este objetivo de democratizar nuestras instituciones ejerciendo nuestros derechos.
Artículo originalmente publicado en la revista Nativa, Febrero 2020