A mediados del siglo pasado dos prominentes analistas culturales acometieron un ataque demoledor contra los modos de producción de la cultura de masas. Max Horkheimer y Theodor Adorno, dos de los integrantes de la denominada Escuela de Frankfurt, pusieron patas arriba lo que denominaron como la industria cultural. Estos artífices de la teoría crítica hilaron fino. A diferencia de la teoría tradicional, que consideraba que los objetos de análisis estaban esperando a ser entendidos por observadores imparciales y objetivos, la teoría crítica insiste en explicitar que todos los fenómenos que se analizan son el resultado de procesos sociales, por eso, reproducen las formas de discriminación y las relaciones de poder bajo las que se han creado. Si la teoría tradicional quiere entender cómo son las cosas, la teoría crítica intenta entender cómo han llegado a ser. Por eso la teoría crítica no pretende hacer análisis imparcial y objetivo, sino situado y político. La teoría crítica nace para evidenciar la ideología que se esconde tras las cosas para así, incitar a cambiar nuestra relación con ellas.
Cuando estos dos autores, de origen judío, escaparon de la Alemani nazi para refugiarse en EE.UU no tardaron en constatar que los mismos medios que habían utilizado los seguidores del Führer para extender y normalizar sus ideas, se estaban usando en su nuevo hogar para imponer el capitalismo y el consumismo. La radio, el cine, la televisión, la música o la literatura que en Alemania estaban plagadas de mensajes nacionalistas y antisemitas, ahora estaban repletos de estereotipos, mensajes, ideas e imágenes que incitaban a consumir. Lo que parecía simple entretenimiento era un medio de adoctrinamiento para las masas. La cultura, que podía ser un medio para reflexionar sobre la realidad y abrir nuevos imaginarios y formas de entenderla, se había puesto al servicio de una ideología muy concreta. De esta forma denominaron como Industria Cultural, al sistema de engaño de masas que se estaba consolidando en los EE.UU y que se había puesto al servicio de la ideología capitalista. La cultura seriada, racionalizada e industrializaba, repetía una y otra vez mensajes insulsos e imágenes aparentemente dóciles que escondían su verdadero mensaje. Así la teoría crítica empezó a sospechar de la cultura. Detrás de las inocuas melodías pop se esconden mensajes que normalizan el amor romántico, el consumismo y la sumisión de la mujer al hombre. Las novelas policíacas ligeras justifican la explotación y el orden social, castigando al lumpen y encumbrando a las fuerzas del orden. El cine no reproduce la realidad sino que genera los escenarios de deseo a los que las masas deben aspirar. La industria cultural te la cuela.
Adorno y Horkheimer irían incluso más lejos argumentando que el propio modo de producción de la cultura, las condiciones de trabajo de los agentes culturales, los tiempos de producción, los formatos, los canales de distribución, etc. hacen que pese a que el objeto cultural pueda parecer emancipador, lleva ya inscrita una forma de política que reproducirá a su pesar. Se adelantaron así al famoso enunciado “el medio es el mensaje” que más tarde proclamó McLuhan. El problema no son los contenidos sino el modo de producción. El capitalismo implica un modo de producción social que se normaliza e integra en sus productos, limitando así y definiendo, la ideología de los propios productos. Trabajar precariamente, con tiempos cortos, urgencias de todo tipo y con la imposición de generar productos lucrativos, marcará la forma de estos objetos culturales. Difícilmente podrán crearse objetos culturales con capacidad de transformación social si se inscriben en los modos de producción acelerados y los formatos de consumo rápido que marca la industria.
Para escapar del influjo de la industria cultural, Theodor Adorno, de forma controvertida defendía el arte autónomo. Es decir, el arte que sólo existe para sí mismo. Para este autor el arte más político no es aquel que contiene los mensajes más explícitos sino el que escapa del marco ideológico imperante. No sirve de nada hacer una película crítica con Hollywood siguiendo su mismo modo de producción, al final sus beneficios terminan revirtiendo en los mismos estudios que critica. El arte político es aquel que se crea de forma autónoma, que sólo buscar reflexionar sobre sí mismo. Que pone la experiencia estética en el centro. Que escapa de las tramas de producción convencional y abre la posibilidad del vacío, de la experiencia incierta, de la estupefacción. El arte que pone la experiencia estética en el centro y cuyo mensaje, en el caso de tenerlo, no es del todo ininteligible. Así Adorno abre la sospecha tanto a los productos culturales de consumo masivo como a aquellos productos que se presentan como politizados. En cambio defiende que la búsqueda de la belleza por la belleza, puede ser tan desconcertante, que tiene la capacidad de generar experiencias y sentimientos inauditos, inesperados, contradictorios. Sentimientos que llevan a la persona a buscar otros horizontes, otras formas de sentir y vivir la vida. Paradójicamente, en su defensa del arte autónomo parecía que Adorno escapaba de la cultura de masas para defender la alta cultura. La música clásica, la literatura de vanguardia, una cultura elitista al alcance de unos pocos.
Recientemente me vinieron a la cabeza estos debates viendo una de las apariciones del magnífico Miguel Noguera en el programa La Resistencia, conducido por David Broncano. Este es un programa financiado por una compañía telefónica y que se puede ver en un canal de pago, o alternativamente, en Youtube. Es decir, es pura industria cultural. Pero algo pasó. Laura Pausini, que ese día estaba invitada al programa, tras dar paso a Noguera se retiró de la escena. La cámara pasó de un plano general a enfocar el suelo de la entrada del escenario. Por allí, pintado de azul y embutido en una suerte de saco de dormir, aparece Noguera, arrastrándose cual gusano por el escenario. El tiempo televisivo se ralentiza. Noguera avanza a trompicones. Nadie dice nada. Las risas dan paso a la incertidumbre. Noguera aguanta la mirada de un público cada vez más incómodo. Silencio, risas nerviosas. El público no sabe bien a dónde mirar. Noguera sonríe sin moverse del suelo. Tres minutos de silencio. Demasiado violento como para ser entretenimiento. Demasiado bufo como para ser arte. Demasiado extraño para ocultar la ideología. La televisión se va rompiendo. No hay formato que defina lo que está pasando. Si fuéramos perezosos tirariamos de adjetivos trillados: surrealista, absurdo, una paranoia etc. Pasan tres minutos de silencio. Es abrumador. Tanto, que la televisión no aguanta y la acción se cierra con un gag malo, sale un fumigador y cubre de polvo blanco a Noguera. Al poco Broncano aparece en escena y cierra, aplausos de alivio. Normalidad.
Me gustaría pensar que esos minutos de incertidumbre se parecen un poco a lo que Adorno llamaba arte autónomo. Arte que no sirve para nada. Suficientemente abierto como para resultar desconcertante. Demasiado corto como para cambiar las reglas de juego. Suficientemente largo como para abrir nuevos imaginarios sobre lo que puede llegar a ser la televisión. Demasiado raro como para devenir formato y repetirse. Claramente indeterminado, chiste, gag, performance, acción poética, entretenimiento, chaladura. Por unos segundos los espectadores no teníamos a dónde agarrarnos, no teníamos los referentes para que fuera una experiencia del todo cómoda. El silencio televisivo como elemento subversivo. El falso gag como suspensión de la ideología del canal. Quien sabe, tal vez fuera un simple chiste sin mucho más. Igual esto es lo que tenía en mente Adorno cuando defendía el arte autónomo. Igual no.