Resumen del libro “En bruto” de César Redueles. Ed. La cataráta 2016
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Marta Camps: Saber en la acción. Prácticas pedagógicas indisciplinadas
Resumen de la tesis doctoral “Saber en la acción. Prácticas pedagógicas indisciplinadas” de Marta Camps, leída en 2020
en busca de la intimidad perdida
El pensamiento ilustrado llegó a Europa trayendo consigo, e imponiendo, una forma de entender y hacerse cargo del mundo basado en la razón y la objetividad.
Con esto y de forma progresiva se fue menospreciando la capacidad de pensar/entender/vivir el mundo de otras maneras más mágicas, esotéricas o creativas. Con la racionalidad llegó la capacidad de percibir la realidad como entidades discretas, como un conjunto de entes que se podían disociar unos de otros. Todo se podía escrutar, descomponer y comprender en un laboratorio. Esto chocaba con las dos formas epistémicas hegemónicas de la época, el pensamiento mágico y la fé. El primero está caracterizado por tramar vínculos entre entidades heterogéneas (oro—>dios←- pelo rubio) creando conexiones improbables y en ocasiones fabulosas. Pero este no era el objetivo principal de la ilustración. El pensamiento ilustrado llegó para enfrentarse de forma específica a un marco epistémico basado en la fé (las cosas son como Dios ha determinado y la única opción es creer en su palabra), y las relaciones de poder que esta forma de entender/ordenar el mundo traían consigo. La objetividad transmutaba la realidad en objetos medibles, cuantificables, demostrables y datos objetivables. No había que creer en la ciencia para que esta pudiera demostrar sus hipótesis. El mundo se podía diseccionar, racionalizar y explicitar. Con esto se estableció de forma clara la distinción entre los sujetos, quienes piensan/analizan/entienden y los objetos, que inertes esperan a ser comprendidos por quien tenga agencia y subjetividad.

En paralelo, el auge del capitalismo transformó a todos los seres, materiales o entidades en objetos susceptibles de ser comercializados. Con el capitalismo se inventó un tipo de objeto muy concreto, la mercancía. Se establecieron circuitos globales de intercambio por el que animales, plantas, minerales o incluso personas, podrían acabar circulando. No hay cosa en el mundo que no pueda ser transformada en mercancía. Así, la transformación epistémica que transformó la realidad en objetos, se vió acompañada por un sistema capaz de determinar el valor económico de cada uno de ellos. El mundo fenoménico se convirtió en un gran bazar. El valor económico acabó por transformarse en la única medida de valor abstracta y estandarizada. El mundo se sometía a los principios de la utilidad. Así, de forma paulatina fuimos determinando relaciones instrumentales con las cosas. Todo podía ser medido, comprendido, producido o intercambiado. Nos creímos que las personas estaban por encima de las cosas. Que la realidad estaba desplegada frente a nosotros lista para ser usada, medida o comercializada. Perdimos la intimidad con el mundo material, que se nos presentaba como un conjunto de objetos distantes y distintos a nosotros. Todo se podía explotar.
Todo esto ha cristalizado un mundo marcadamente utilitarista. Un mundo en el que el valor de las cosas está en relación directa al uso que les podemos dar. Si las cosas no sirven, parecen perder todo su valor. Inconscientemente clasificamos y valoramos a los animales dependiendo del uso que les podamos dar: el caballo vale más que el saltamontes, el gato vale más que el lince, en buey vale más que un calamar gigante. Lo mismo hacemos con los minerales, las plantas e incluso, con las personas. A medida que lo hacemos, nos vamos desvinculando afectivamente del mundo fenoménico. Podemos llegar a creer que somos autónomos de la realidad en la que vivimos. Que nuestra capacidad para nombrar, categorizar y definir, nos eleva sobre el agua, la sal, los geranios o las sardinas. La ficción de la autonomía nos ha hecho creer que estamos por encima del mundo material al que pertenecemos y del que dependemos para sobrevivir. La creencia en nuestro yo, nuestra unicidad, nos ha hecho olvidar que somos con los alimentos que ingerimos, somos con el agua que bebemos, somos con el oxígeno que respiramos, somos con las bacterias que nos habitan, somos con las comunidades en las que crecemos. La creencia en la supremacía de la humanidad sobre el mundo material nos ha hecho olvidar gran parte de las relaciones íntimas que nos vinculan y nos hacen parte de ese mundo material. Como nos recuerda Donna Haraway en su libro “Seguir con el problema”, se ha impuesto un imaginario basado en la independencia, en lugar de la interdependencia.
Escribe George Bataille, en su excéntrico tratado de economía denominado “La parte maldita”, que sólo en los actos sagrados somos capaces de reconocer el poder que tienen las cosas sobre nosotros. En los rituales, las liturgias, las ceremonias, prestamos atención y aceptamos que los objetos con los que convivimos tienen poder. Empezamos a ser conscientes de la energía de las cosas. Sólo venerando al sol, a la luna, a la lluvia o a algún artefacto, nos damos cuenta que ese poder que pensamos que tenemos sobre la realidad es ficción. En la destrucción de algo que nos resulta útil reconocemos la agencia de la cosa. Su importancia va más allá del uso que le demos. Sólo escapando a lo útil, empezamos a reconstruir la intimidad perdida con las cosas. Cuando no vemos a un animal, planta o persona como un fin para conseguir algo, ya sea alimento, placer, energía, etc., se empiezan a abrir nuevas vías de ser/conocer/vivir en comunidad. Sólo perdiendo el principio de sospecha acontecen las confianzas que permiten que lo íntimo empiece a surgir.
Es en lo inútil, en la experiencia estética por ejemplo, en donde empezamos a sentir florecer vínculos con la realidad de la que somos parte. Muerta la utilidad, surge la intimidad. Dejamos de ahondar en la idea de autonomía neoliberal y se nos abre un mundo de interdependencias. De conexiones y vínculos afectivos y energéticos. Muerto el deseo aparece la erótica que nos articula con el mundo. Muerta la ficción de que el humano está por encima de las cosas, se nos dibujan ontologías más horizontales para con la realidad. Se empiezan a establecer intimidades desconcertantes. Vínculos improductivos. Amores sin apego. Sólo escapando de lo útil, nos acercamos a un mundo exuberante y absurdo en el que el orden biológico y geológico se funden, objetos y sujetos se confunden, las categorías y taxonomías científicas se desdibujan. El aire que entra por nuestra nariz se vuelve yo. El calor de los animales es también el nuestro. Los cambios estacionales nos afectan. Las lunas nos conmueven. Nuestros egos se disuelven y apreciamos más a las demás personas. Cuando abrimos el mundo a la intimidad, lo que nos parecían desiertos yermos e improductivos se desvelan como lugares llenos de vida. Lugares en los que podemos re-aprender formas de ser y de sentir. En los que predomina la intimidad perdida. La intimidad con todo lo que podríamos llegar a ser.
texto originalmente publicado en Joya: Arte+Ecología
Minna Salami: Sensuous Knowledge
Resumen del libro “Sensuous Knowledge” de Minna Salami. Zed Books, 2020
Silvia Rivera Cusicanqui: Un mundo ch’ixi es posible
Resumen del libro “Un mundo ch’ixi es posible” de Silvia Rivera Cusicanqui. Publicado por la editorial Tinta Limón, Buenos Aires, 2018.
El mensaje
Artículo publicado originalmente en la Revista BeCult Mayo 2020
Gran parte de las civilizaciones arcaicas creían que sus deidades les mandaban mensajes a través de fenómenos naturales. Se pensaba que detrás de la tormenta, de un incendio, de una plaga, de los eclipses o de las enfermedades, había un mensaje que se tenía que decodificar. Los humanos vivíamos en un mundo trascendente en el que la materia estaba al servicio de los diferentes dioses. Estos la cargaban de energía y significado. Con el advenimiento de la modernidad, y la aparición de las ciencias naturales, paulatinamente dejamos de buscar qué significan las cosas para centrarnos en entender sus causas y consecuencias. Pasamos de vivir en un mundo repleto de mensajes a habitar un mundo mecanicista en el que detrás de los fenómenos tan solo se encontraban razones. Si la temperatura subía, el agua hervía. No había mensaje ni significado, solo causa/consecuencia. Dependiendo de las órbitas lunares la marea subía y bajaba. Si uno entraba en contacto con un virus, podía enfermar. Pasamos de que los fenómenos tuvieran significados a que tuvieran una explicación.
Con la modernidad las cosas dejaron de tener un significado trascendente y se cargaron de explicaciones científicas. Pasamos de la fe a la razón, del mito a la evidencia, de las sensaciones a los hechos. Para facilitar esta transición los humanos creamos disciplinas de conocimiento que se especializaron en entender aspectos cada vez más específicos de la realidad. La biología se encargaría de los seres vivos, la física de los fenómenos naturales, la sociología del comportamiento humano, la virología del comportamiento de los virus, la antropología buscaría entender las diferentes sociedades humanas, etc. Así se crearon ciencias dedicadas a entender los fenómenos naturales y otras dedicadas a la vida social. Unas miraban la natura, otras la cultura. Biología o economía. La realidad, en lugar de verse desde la complejidad se empezó a ver de forma fragmentaria. Cada disciplina desarrolló sus propias metodologías específicas, podía dar explicaciones con múltiples variables y diseñó sistemas de interpretación cada vez más elaborados. Lamentablemente estas formas de análisis por lo general han sido incompatibles entre sí. Con la hiperespecialización perdimos la capacidad de ver el plano general.
Ahora, con la crisis que se ha desatado tras la pandemia de la COVID-19, hay quien quiere rescatar la idea de que hay un ser trascendente que cual deidad, está usando la materia para mandarnos un mensaje. Que hay un significado único que le daría sentido a todo lo que estamos viviendo. Bajo el mantra “la natura nos quiere enseñar algo”, las redes se llenan de voces, memes, imágenes y fotos de jabalís invadiendo parques y jardines. Es tanto el dolor y sufrimiento que se está desplegando a nuestro alrededor, que parece absurdo que no haya una razón o un motivo que lo justifique. Que no exista una intención detrás de los hechos que estamos viviendo. Hay quienes se conforman con creer en alguna de las múltiples teorías de la conspiración que están circulando: alguien tiene que ser culpable de tanta maldad. Hay quien ha puesto toda su fe en el diseño de aplicaciones y en encontrar soluciones tecnológicas o científicas para parar la debacle. Desde aquí dudo que haya un ser que nos quiera mandar un mensaje. Dudo que encontremos una única solución para un problema tan complejo. Pero aun así, me gustaría creer que hay cosas que se pueden aprender de esta catástrofe.
Está claro que las herramientas interpretativas heredadas de la modernidad, se quedan cortas para entender un fenómeno que cruza muchas realidades, tiene demasiadas variables, condicionantes e intereses contrapuestos. Una crisis que pone en crisis sistemas de distribución y de consumo, regímenes alimentarios, intereses farmacéuticos, políticas económicas, límites fronterizos, organizaciones comerciales, intereses financieros, relaciones entre especies diferentes y sistemas de gobierno. Una crisis que pone en evidencia tanto los privilegios de humanos sobre el planeta como nuestra fragilidad como especie.
En la actualidad no hay disciplina de conocimiento capaz de abordar esta complejidad. Por ello necesitamos deshacernos del pesado yugo moderno para elaborar saberes indisciplinados y promiscuos, capaces de abordar este embrollo desde la humildad y la incertidumbre. Aceptar que esta crisis va a afectar a los seres humanos y no-humanos de formas muy diversas y desiguales. Que lo que es un problema para los humanos, es una bendición para las aves. Lo que se presenta como un problema económico a su vez tiene consecuencias positivas para el medio ambiente. Que si no nos organizamos, de esta crisis saldrán muchos perdedores y un puñado de ganadores. Que se va a extender la pobreza y concentrar la riqueza.
La fe ciega en el progreso científico, nos ha hecho subestimar la fuerza de la biología. Nuestro sesgo cognitivo nos ha hecho creer que gracias a la razón estábamos por encima de los otros seres biológicos. Nos hizo olvidar cuán frágiles y vulnerables podemos llegar a ser. La escisión moderna entre natura y cultura se acaba de desdibujar. Somos un elemento más dentro de una cadena de seres que luchan por subsistir. Pensar que los humanos somos independientes y autónomos de la naturaleza, que somos capaces de intervenir y dominarla, nos ha hecho olvidar que siempre hemos sido naturaleza. Somos seres interdependientes cuyas vidas están conectadas de diferentes formas con otros seres y medios. Asumir que no somos sujetos aislados es aceptar una responsabilidad en cadenas de cuidados complejas compuestas de humanos y no-humanos. Nuestra fantasía de dominación del medio para protegernos de sus consecuencias ha hecho que olvidemos que somos parte del mundo del que nos queremos proteger.
El filósofo Timothy Morton acuñó el concepto hiperobjeto para definir estos “objetos” que por su tamaño, complejidad, escala temporal o magnitud, escapan a la comprensión humana. Los residuos de plástico en el ambiente, el calentamiento climático, o la pandemia que nos está asolando serían algunos ejemplos de hiperobjetos. Por muchos modelos de previsión y análisis que hagamos, tenemos que aceptar que no vamos a anticipar ni entender todas las consecuencias que va a dejar tras de sí este fenómeno. Esto, a los humanos acostumbrados a nuestros privilegios epistémicos nos saca de nuestras casillas. Tenemos una necesidad de entender, puesto que nos da la sensación de que así, empezamos a dominar la realidad. Morton, nos recuerda que nunca vamos a comprender estos hiperobjetos del todo. Que nuestros sistemas de conocimiento son muy limitados frente a fenómenos de tal magnitud. Es importante aceptar que no todo se puede saber. Que hay fenómenos que escapan a nuestro conocimiento. Por eso, es esencial no perder la calma y saber habitar la incertidumbre. Aprender a cuidar y a cuidarnos. Aceptar que no todo tiene un significado ulterior. Que nos encontraremos con explicaciones parciales con las que nos tendremos que contentar. Que como aprendimos de Donna Haraway, todos los saberes son parciales y situados. Que frente a esta crisis está claro que las ciencias van a ser importantes, pero igualmente valiosas van a ser las artes, la música, el diseño o la poesía. Probablemente no nos aportarán el significado último a lo que está pasando, pero sí nos ayudarán a darle un poco de sentido a la realidad que nos ha tocado vivir. Nos ayudarán a elaborar respuestas colectivas e imaginar escenarios futuros. A transformar el dolor en esperanza. El malestar en justicia.
Dona Haraway: Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial
Resumen del capítulo “Conocimientos situados”, del libro “Ciencia, cyborgs y mujeres: La reinvención de la naturaleza”, editorial Cátedra 1995
Friedrich Nietzsche: La ciencia jovial
Resumen del libro “La ciencia jovial” de Nietzsche. La versión elegida es la traducción de Germán Cano
Boaventura de Sousa Santos: Justicia entre saberes. Epistemologías del Sur contra el epistemicidio
Resumen del libro “Justicia entre saberes. Epistemologías del Sur contra el epistemicidio”, Ediciones Morata 2017