resumen del artículo de Tim Cowlishaw “The Symbols of the Divine: Approaching a Post-human Ontology of Digital Design via the Study of Discards” Revista Inmaterial. Diseño, Arte y Sociedad, 2022
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El declive de las industrias culturales y la importancia de la cultura libre
Aquí mi contribución al libro Cultura libre digital, publicado por Icaria Editorial en 2012
Entre la ola de medidas y recortes de carácter neoliberal que se han estado llevando a cabo en el Estado español durante los últimos años casi ha logrado pasar desapercibido uno de los cambios más importantes en la historia de las políticas culturales contemporáneas: la cultura ha dejado de entenderse y gestionarse como un derecho para pasar a considerarse un recurso. La progresiva desarticulación del Estado de bienestar que estamos experimentando se caracteriza por la progresiva privatización de servicios y competencias públicas, poniendo en mano de los mercados elementos tan necesarios como la salud, la educación o como veremos a continuación, la cultura. Es por ello que a continuación propongo unas reflexiones en torno a este proceso y sobre la necesidad de pensar en mecanismos para contrarrestar esta realidad desde movimientos que luchan por una cultura libre.
Neoliberalización de la cultura
Desde la transición democrática, entre las funciones asignadas al Ministerio de Cultura y las diferentes administraciones públicas con competencias en el ámbito cultural, estaban la de garantizar el acceso a la cultura por parte de la ciudadanía, preservar el patrimonio y acervo cultural, velar por la diversidad cultural y promover el desarrollo cultural y artístico de la ciudadanía. Todo esto está cambiando paulatinamente con la introducción progresiva de un conjunto de políticas destinadas a promover una visión estrictamente económica del papel que ha de cumplir la cultura. Bajo el paradigma de las denominadas industrias culturales y creativas y con la popularización de la figura del emprendedor cultural, comprobamos cómo acontece una progresiva privatización de las prácticas y del acervo cultural común. Para promover esta realidad se ha ido articulando una constelación de medidas, programas de promoción e instituciones que encabezadas por la Dirección General de Política e Industrias Culturales dependiente del Ministerio de Cultura están definiendo las prácticas culturales bajo parámetros estrictamente económicos .
Desde mediados de la década de los ochenta se han ido consolidando discursos que, asumido por todos los partidos gobernantes, lejos de presentar las prácticas culturales como elementos marginales a los ciclos de producción económica, sitúan la producción cultural en el epicentro de los planes de crecimiento económico de las ciudades y naciones occidentales. El origen de estos discursos tenemos que buscarlo tanto en los Estados Unidos como en el Reino Unido, países que comprobaron que, con la llegada al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher respectivamente y con el programa neoliberal que éstos promovían, sus infraestructuras culturales públicas eran desmanteladas y puestas en manos del mercado. En este proceso, documentado por Chin-tao Wu (2007), palabras como “desregulación” o “privatización” acompañaban discursos en torno a “emprendizaje cultural”, “mercados culturales”, “turismo cultural” o “economía de la cultura”. Con la puesta en crisis de “lo público”, las instituciones y prácticas culturales debían de encontrar salidas en el mercado privado, alterando de esta manera la relación del Estado con la cultura.
Junto a las medidas de austeridad y recortes introducidos por estos gobiernos la década de los ochenta fueron testigo de cómo “las instituciones de arte con financiación pública se vieron obligadas, les gustara o no, a exponerse a las fuerzas del mercado y adoptar el espíritu competitivo de la libre empresa”(Wu, 2007:63). Paradójicamente estas medidas encontraron poca oposición por parte de la izquierda, puesto que ya desde mediados de la década de los sesenta, tanto desde organizaciones feministas, desde los movimientos subculturales como desde las asociaciones y colectivos de minorías étnicas, se había criticado el papel central del Estado como regulador de lo qué debía considerar cultura y del modelo político-cultural que éste imponía. Es precisamente con la llegada del neoliberalismo al poder que todas aquellas críticas al papel del Estado como regulador y administrador de la cultura se verán acalladas por una visión que se presenta como la más democrática: que sea el mercado el que decida, aunando las opiniones y las voces de todos los consumidores y posteriormente emitiendo su veredicto. Según el analista cultural Jim McGuigan, este efecto se vio magnificado por la imposible comunicación entre la derecha neoliberal y la izquierda tradicional en temas concernientes a la cultura, pues sus posturas estaban completamente enfrentadas. Como señala este autor, “la nueva derecha argumentaba a favor de la soberanía del consumidor; la vieja izquierda buscaba proteger al público de sí mismo corrigiendo los gustos de los consumidores. La solución de la derecha, la libre competencia, es el problema fundamental de la izquierda. El problema de la derecha, el corporativismo, es la solución de la izquierda. En estas circunstancias, no extraña que el debate haya terminado siendo un diálogo de besugos” (2004:18).
Con todo esto la década de los ochenta vio cómo el paradigma de las industrias culturales se transformaba en el modelo a seguir, en parte representantes de la izquierda veían en las industrias culturales un modelo de crecimiento económico más social, puesto que incluso las clases más desfavorecidas podían poner a circular su “capital subcultural”(Thorton, 1996). Otras autoras como Angela McRobbie veían en las industrias culturales un nuevo mecanismo de ascenso social para los jóvenes de clase trabajadora, de esta forma describió lo que denomina “la primera oleada de empresarios subculturales creados por sí mismos”(2007). Esta legitimidad académica de las industrias culturales facilitó la circulación y consolidación de estas visiones económicas de la cultura y los discursos sobre los que se sostienen.
Cultura como derecho vs cultura como recurso
Es serie de factores han permitido que de forma creciente desde la administración pública se hayan fomentado planes de promoción de industrias culturales y creativas, se ha promovido la creación de incubadoras y viveros de empresas culturales así como la introducción de planes de formación para emprendedores, la creación de rutas de turismo cultural, las pugnas por obtener la capitalidad cultural, etc. es decir, se han favorecido un conjunto de programas y medidas que van definiendo la cultura como un recurso. Esta idea, que ya formulara de forma clara el teórico cultural George Yúdice (2002), hace hincapié en el uso instrumental que se hace de la cultura, que se valora por su capacidad de transformar, redefinir o regenerar el espacio urbano o en su defecto, de crear riqueza, desplazando de esta manera la idea de que la cultura tiene un valor intrínseco.
Para fomentar este cambio se han ido substituyendo los mecanismos tradicionales de apoyo a las prácticas culturales, con la introducción de créditos en lugar de ayudas, y se han criticado a las asociaciones, peñas y demás colectivos que tradicionalmente habían sido los encargados de mantener vivas las diferentes tradiciones culturales y se han lanzado programas para transformarlas en empresas privadas. Igualmente hemos sido testigos de la introducción e implementación de regímenes de propiedad intelectual más agresivos, de la denuncia pública de los procesos de intercambio entre pares, del acoso a las páginas que contienen enlaces (que no contenidos) susceptibles de estar sujetos derechos de autor o de la cesión de competencias culturales a empresas de gestión cultural totalmente opacas. Así las administraciones públicas de forma paulatina han ido perdiendo su papel como garantes del acceso a la cultura por parte de la ciudadanía para ser instigadoras de un proceso de privatización de la cultura. Podemos leer como un paso evidente en esta dirección la reciente introducción de la Llei Omnibus por parte del gobierno catalán. Uno de los cambios más notables que presenta esta ley es un cambio en la promoción y financiación de prácticas culturales, los y las artistas, músicos, payasos, escritores, etc. ya no se consideran susceptibles de recibir apoyo público, en su lugar deben de apoyarse a los y las empresas culturales y a su figura más carismática: el emprendedor cultural. Literalmente la ley dice “se consideran empresas culturales tanto las personas físicas como jurídicas dedicadas a la producción, distribución o comercialización de productos culturales incorporados en cualquier soporte (…) se incluyen en este concepto las persona físicas que ejercen una actividad económica de creación cultural o artística ”. Los departamentos de cultura ya no legislan para la ciudadanía, al contrario, su objeto de gobierno es el empresariado cultural. La administración nos transforma en industrias culturales. Estos planes se ven reforzados por acciones tomadas a nivel europeo. Por ejemplo en el “Libro Verde para las Industrias Culturales 2010” leemos “las «industrias culturales» son las que producen y distribuyen bienes o servicios que, en el momento en el que se están creando, se considera que tienen un atributo, uso o fin específico que incorpora o transmite expresiones culturales, con independencia del valor comercial que puedan tener”, reforzando esta noción de que cualquier práctica cultural ya es parte de una industria. Estas nociones van a entrar y serán pilares del nuevo “Programa Cultura 2014-2020” de la UE, en el que conceptos como la diversidad cultural, el acceso o la cooperación, son desplazados a un segundo lugar por términos como innovación, industrias creativas o desarrollo.
Contradicciones del modelo
Lo más llamativo de todo este proceso es que se promueve la creación de un sector económico que nunca ha demostrado ser viable. No tenemos datos empíricos de que se hayan logrado cumplir las cifras de crecimiento o empleo que se predijeron hace ya más de 10 años. Pese a que desde la UE se diga que las industrias culturales “contribuyen a aproximadamente el 2,6 % del PIB de la UE, con un gran potencial de crecimiento, y proporcionan empleos de calidad a unos cinco millones de personas en la EU-27 ” la empiria nos demuestra que lejos de crear empleo, hasta el momento las industrias culturales se han caracterizado por crear formas de autoempleo precario, siempre marcado por la extrema flexibilidad, la autoexplotación y la intermitencia económica, y es que todos los planes de promoción de las industrias creativas y culturales están basados en estimaciones y expectativas de crecimiento, nunca hechos reales.
Un informe aparecido en 2010 producido por la Work Foundation, bajo el título “A Creative Block? The Future of the UK Creative Industries”, analiza el estado presente y el futuro de las industrias creativas en el Reino Unido. El trabajo presenta algunas conclusiones que son anómalas en el contexto de este tipo de documentos puesto que lejos de caer en los tópicos habituales en torno a la fortaleza del sector, su capacidad de sobrevivir a las crisis, las tasas crecientes de empleo que presenta o su viabilidad económica, destapa algunas realidades más crudas y preocupantes, puede que esto sea así puesto que es uno de los primeros documentos de este tipo en analizar el sector desde que empezó la actual crisis económica.
El trabajo explora el mito de que las industrias creativas son inmunes a las crisis económicas o que están mejor preparadas para afrontarlas. Se indica que “las industrias creativas son especialmente vulnerables a las crisis económicas, en parte porque el número desproporcionado de microempresas que conforman este sector implica que sea mucho más difícil absorber golpes económicos exógenos (…) la recesión post-2008 ha tenido importantes consecuencias que se pueden ver tanto en las tasas de fracaso económico con en las variaciones de empleo. Esta crisis ha tenido un especial impacto negativo en este sector en comparación con las dos recesiones previas, ya que se ha notado una caída importante en la demanda de empresas o trabajadores autónomos. A finales de 2008 un cuarto de las tiendas de música independientes habían quebrado”(2010:20). En la misma línea las cifras de desempleo no dejan lugar a dudas, “el desempleo directo en las industrias creativas se ha doblado, pasando de 43.445 personas desempleadas en abril de 2008 a 83.660 en abril de 2009”(2010:21), (estos datos no se contratan con el nivel de desempleo general del Reino Unido cuya tasa de crecimiento ha sido inferior al mostrado en las industrias creativas). Esto desmiente las teorías que sostienen que las industrias creativas tienen más capacidad de adaptarse a los vaivenes del mercado que otros sectores o que su modelo basado en clusters de negocios es refractario a las crisis. Lamentablemente no tenemos datos sobre esta realidad en el Estado español, en parte porque gran parte de los informes sobre la realidad económica de la cultura se hacen como encargos para instituciones públicas que necesitan validad sus políticas.
Igualmente en el informe también se indica que existe bastante variación en cómo afecta el desempleo los diferentes sectores que integran las industrias creativas, puesto que “en las artes, el entretenimiento y los servicios recreacionales el desempleo ha sido mucho mayor que en otras recesiones, para los sectores centrados en la comunicación e información la caída ha sido notablemente inferior”(2010:21). Esto nos indica algo que ya podíamos intuir, es erróneo pensar que las artes funcionan y pueden funcionar de la misma forma que los grandes conglomerados de la comunicación. En parte esta caída tan notable de las artes y el entretenimiento tiene que ver con los recortes de presupuestos públicos cosa que no han notado corporaciones como News Corporation, ITV Plc, etc. cuya dependencia de las administraciones públicas es mucho menor o nula.
Se derivan dos importantes reflexiones de este informe, la primera es que por mucho que los modelos desarrollados previamente a la crisis demostraran lo contrario, las industrias creativas son vulnerables a las recesiones y su capacidad de creación de empleo se ve seriamente amenazada en momentos en los que no hay crecimiento en otros sectores. Es decir, más que constituir un motor económico, las industrias creativas actúan más como un carro que se deja arrastrar por el crecimiento económico de sectores adyacentes. Por otro lado vemos cómo la crisis hace más evidente la fisura que se abre entre los medios de comunicación, la informática o los grupos editoriales y sectores como las artes escénicas, las artes visuales, el diseño gráfico o la artesanía. Esto nos ayuda a comprender que las industrias creativas, este sector construido desde arriba mediante políticas públicas, conglomera realidades muy diferentes que se mueven siguiendo principios económicos y políticos muy diferentes. Es el momento de cuestionarse si este artificio funciona o es necesario considerar que estas realidades se mueven en escalas de valor, impacto o representan posicionamientos demasiado dispares como para ser legislados y tratadas como realidades similares. Posiblemente esto contribuiría a reflexionar sobre la verdadera dimensión económica de ciertas prácticas culturales y su valor social.
Cultura libre
Es importante que desde movimientos como el de la cultura libre se puedan empezar a diseñar nuevos modelos productivos e infraestructuras de producción, distribución y promoción de las prácticas culturales que sean tanto sostenibles económicamente como capaces de generar procomún para de estar forma contrarrestar estos modelos caducos que además se están mostrando inefectivos para la misión que se propusieron. Es necesario trabajar en modelos que en lugar de privatizar el acervo cultural común sean capaces de contribuir a fortalecerlo. La capacidad de la creación de estas nuevas infraestructuras definirá nuestra capacidad o no de mantener un procomún cultural y del conocimiento vivo y susceptible de ser explotado de forma colectiva.
El movimiento de la cultura libre nació inspirado en parte por el auge sin precedentes Software Libre (que ha demostrado que la militancia y el mercado no tienen por qué estar reñidos) y en parte como respuesta a la progresiva privatización de la cultura por parte de grandes corporaciones. Éstas, tras poner en marcha poderosos lobbies, han conseguido de forma progresiva que los diferentes Estados secundan sus intereses instaurando regímenes de propiedad intelectual cada vez más restrictivos cómo hemos comprobado con la reciente implementación de la Ley Sinde-Wert. En un momento histórico dominado por el crecimiento y hegemonía de los medios digitales y la centralidad del conocimiento como elemento productivo, corporaciones del entretenimiento y representantes de las industrias culturales han luchado por limitar el uso y acceso a sus productos reivindicando como, ya hemos visto, de forma exclusiva el valor económico de la cultura. De forma paralela hemos experimentado un drástico abaratamiento de los medios de producción y de las herramientas digitales que han permitido que muchos ciudadanos y ciudadanas, que gozan de cierto bienestar económico, puedan filmar sus propias películas caseras, grabar sus discos, realizar collages, alterar fotografías, etc. dando pie a una auténtica cultura del remix cotidiano que pone en crisis la figura tradicional del o de la creadora.
Desde los movimientos que defienden la cultura libre se ha venido exigiendo el derecho a compartir y acceder a todas estas nuevas manifestaciones culturales. Se ha denunciado la creciente privatización del acervo cultural. Se han puesto de manifiesto los sistemas de control de los usuarios que construyen y navegan en Internet o se han denunciado las formas en que ciertas administraciones públicas han secundado los intereses de entidades de gestión en detrimento de legislar a favor de los intereses generales de la ciudadanía. De forma paralela otra preocupación ha ido imponiéndose en muchos de los foros y encuentros promovidos por la cultura libre, ¿cómo podemos hacer sostenibles estas nuevas prácticas culturales? Esta pregunta busca responder a dos realidades, la de los propios creadores/as de contenidos que quieren vivir de su trabajo y a las acusaciones de las industrias culturales que consideran que el intercambio de archivos está empobreciendo a los y a las artistas. La voluntad de definir prácticas económicamente sostenibles ha dado pie a una de esas coaliciones estratégicas que considero debemos analizar con más detenimiento. Bajo el lema de “nuevos modelos económicos para la cultura” los movimientos que defienden la cultura libre se han acercado peligrosamente a sujetos e ideologías liberales que en su afán por liberarse del Estado y sus diferentes administraciones abogan por dejar la cultura en manos del mercado.
De esta forma hemos sido testigos de una proliferación de encuentros y debates centrados en repensar los nuevos modelos económicos que sustentan las prácticas culturales. La lógica que representan es muy simple, la supuesta “piratería” y el fácil acceso a contenidos online van en detrimento de los y las creadores de contenidos puesto que en este nuevo paradigma nadie les remunera por su trabajo. Para solucionar esta situación es necesario definir nuevos modelos que garanticen el acceso a contenidos a la par de generar cierta remuneración para sus creadoras. De esta manera somos testigos de un desplazamiento de un problema político que se presenta como uno meramente técnico. Si el mercado es capaz de diseñar dispositivos que faciliten el acceso a contenidos previo pago, la ciudadanía se “re-educará” y dejará de incurrir en su legítimo derecho a la copia privada. De esta manera empiezan a sonar nombres de plataformas digitales como Netflix, Spotify, Jamendo, Filmin, etc. como soluciones a un problema mucho más complejo y multidimensional. En parte esta cercanía de posicionamientos se debe a un error lingüístico, que voy a pasar a analizar a continuación y es que si bien es verdad que el acceso a la cultura ha sido uno de los pilares del movimiento, acceso no significa lo mismo en el entorno del software que en la circulación de objetos culturales.
¿Acceso?
Los diferentes lenguajes de programación (Pearl, C++, etc.) y los denominados lenguajes naturales (Latin, Griego, Japonés, etc.), tienen muchos puntos en común: ambos tienen gramáticas específicas, sintaxis complejas o comunidades de hablantes que los sostienen y los hacen evolucionar(Galloway, 2004). Pese a esto también tienen una diferencia fundamental, y es que el código es el único lenguaje que es ejecutable. No hay ningún otro lenguaje que haga lo que diga, el código si, la línea de código tiene sentido cuando se ejecuta. De esta manera las máquinas cuando leen el código también lo ejecutan. A diferencia de los lenguajes naturales, el código transforma el sentido en acciones concretas. Un ser humano puede leer la palabra correr y no hacerlo, una máquina no puede leer la línea de código “cerrar” sin que se apague.
Cuando desde el software libre se exigía poder tener acceso al código fuente de los programas, no se hacía para poder leerlo fuera de las máquinas que lo ejecutan. Nadie quería poder leerse el código fuente de un sistema operativo impreso en papel. Por esta razón tener acceso al código implica poder reescribirlo, y con esto, alterar sus funciones o cambiar las acciones que desencadena. En los lenguajes naturales el acceso es diferente, uno puede acceder al visionado de una película pero no por ello acceder al metraje que permitiría re-editarla. Uno puede escuchar una canción por streaming sin tener acceso a las partituras, grabaciones de audio sobre la que se interpreta. De esta manera, si en el lenguaje de programación el acceso implica la capacidad de transformación y de acción, el acceso simple a obras en lenguajes naturales no implica lo mismo.
Esta realidad tiene implicaciones políticas muy importantes puesto que cuando se exige acceso, desde una óptica liberal se podría pensar que con poner al servicio del usuario los mecanismos de mercado necesarios para que las obras se puedan consultar o visionar el acceso está garantizado. Una noción más profunda de acceso implicaría la capacidad de acceder a la obra para poder reinterpretarla, remezclarla y hacer derivados, es decir, darles vida a las obras reintroduciéndolas es cadenas de interpretación. Algunas de las empresas antes mencionadas permiten cierto acceso restringido a obras culturales, desde la cultura libre lo que se exigen son repositorios de obras que sean consultables pero que estén licenciadas de tal manera que también puedan ser transformables. De esta manera vemos dónde hay una diferencia fundamental que debido a un problema terminológico, en ocasiones puede dar pie a malos entendidos o a cercanías que no lo son tanto.
Valor colectivo
Con facilidad se acude a la metáfora de la reconversión industrial para negar la realidad política de este problema y disfrazarlo de una mera transformación económica, cómo si una cosa no supusiera automáticamente la otra. Recientemente se ha discutido mucho en torno a nuevas formas de patrocinio, la financiación distribuida o la reducción del precio de los productos como posibles medidas para facilitar el cambio de modelo de producción de cultura. Hemos de tomar estas medidas como soluciones temporales y no como la meta final, manteniendo abiertos debates de más calado que planteen la cultura como un procomún o que pongan en crisis la figura del o de la creadora para poner de relevancia la capacidad creativa de la sociedad en su conjunto. La necesidad de constituir comunidades fuertes con derechos pero también con sus consiguientes obligaciones choca de frente con la subjetividad liberal que quiere poder interactuar con los demás sin constricciones y cuyo deseo de disfrutar de bienes culturales se debe saciar al instante.
Posiblemente sea la hora de cuestionar ciertas exigencias individualizadas de los creativos que quieren acceder al valor que genera su obra de una forma individual. ¿Cómo serían los sistemas que permitiesen capturar este valor de forma colectivo?¿Cómo podemos medir y redistribuir el valor social de la cultura?¿Cómo visibilizamos que el valor de las obras culturales no viene determinado por elementos intrínsecos a las mismas sino que se deriva de sus usos sociales? Contestar a estas preguntas con rigor implicaría repensar el valor económico de la cultura no tan sólo en términos económicos y por ende, desplazaría el debate de “nuevos modelos” a formas completamente nuevas de entender las relaciones cultura, economía y sociedad.
Si en lugar de situar el mercado como solución a la presente coyuntura nos plateáramos la importancia de defender un procomún cultural caracterizado por un dominio público rico y accesible como alternativa al modelo impuesto por las industrias culturales el presente debate tomaría un cariz completamente diferente. Si en lugar de pensar en nuevos modelos de negocio pensáramos en nuevos ecosistemas productivos vertebrados a través de comunidades responsables que definen las reglas de acceso y uso del procomún cultural, nos veríamos abocados a un debate más complejo que no busca tan sólo cambiar un modelo productivo sino que obliga a repensar la propia base productiva. Es por ello que necesitamos desactivar la lógica liberal que en estos momentos domina la discusión si realmente queremos pensar en sostenibilidad y en la cultura como un conjunto de elementos y valores económicos, sociales y culturales.
Bibliografía
Galloway, A (2004) Protocol. How Control Exists After Decentralization. MIT Press, Cambridge.
Harvey, D (2007) Breve historia del neoliberalismo. Akal, Madrid.
McGuigan, J (2004) Rethinking Cultural Policy. Open University Press, Milton Keynes.
McRobbie, A (2007) ‘La ‘losangelización’ de Londres: tres breves olas de microeconomía juvenil de la cultura y la creatividad en Gran Bretaña’ en
Oakley, K (2004) ‘Not so Cool Britannia, The Role of Creative Industries in Economic
Development,’ International Journal of Cultural Studies, Special Issue.
Rowan, J (2010) Emprendizajes en cultura. Discursos, instituciones y contradicciones de la empresarialidad cultural. Traficantes de Sueños, Madrid
Thorton, S (1994) Club Culture: Music, Media, and Subcultural Capital. Wesleyan, London
Work Foundation (2010) ‘A Creative Block? The Future of the UK Creative Industries’ http://www.theworkfoundation.com/assets/docs/publications/277_A%20creative%20block.pdf
Wu, Chin-Tao (2007) Privatizar la cultura. Akal, Madrid
Yúdice, G (2002) El recurso de la cultura: usos de la cultura en la era global. Gedisa Editorial. Barcelona.
Marcas, sujetos-empresa y otras formas de vida contemporánea
A continuación mi contribución al número 338 de la Revista Quimera, Febrero 2012.
Facebook, Myspace, IPod, Bill Gates
Smith and Wesson, NRA, Firewater, Pale Face
Dimebag, Tupac, Heavy Metal, Hip-Hop
I am What you fear most
I am What you need
I am What you made me
I am The American dream
“The Pride” Five Finger Death Punch
Un mundo de pequeñas empresas
Tras el magnífico trabajo que realizó Michel Foucault en el que analiza los orígenes del pensamiento neoliberal y sus diferentes materializaciones, presentado en un conjunto de charlas ahora publicadas bajo el título “Nacimiento de la biopolítica”, se hace casi imposible disociar la figura del emprendedor de una serie de discursos liberales y modelos de subjetividad que se han forjado a lo largo de los siglos XIX y XX y que en estos momentos tienen un papel hegemónico tanto en el plano político como en el económico. Recordemos que desde el liberalismo se denunció el poder de los Estados y la regulación económica bajo el argumento de que eran los principales obstáculos que impedían que la autorregulación de los mercados se culminara con éxito. Presumiblemente la mano invisible debe ser libre para poder llevar a cabo con solvencia su labor providencial. El neoliberalismo recupera esta tradición y va más allá al situar la competición, la desregulación y la libertad como ejes centrales que guían la economía estableciendo estas categorías como valores inalienables. Es en esta visión de la sociedad entendida como un escenario en el que las diferentes empresas compiten entre sí con el objetivo de maximizar sus beneficios y labrarse un porvenir disfrutando de su libertad para poder “triunfar”, donde se encuentran los orígenes del fenómeno que quiero analizar a continuación: el sujeto-marca, es decir, la emergencia de un sujeto empresarial que exacerba la producción de marca como una estrategia para insertarse en la economía pero también como una nueva forma de estar en el mundo. Más concretamente me centraré en entender la importancia de este proceso cuando acontece en el ámbito de la producción cultural contemporánea y afecta a las diferentes maneras de construir relaciones entre la economía y la cultura.
De acuerdo con Foucault, la lógica que transforma a los sujetos en empresas es una forma de poder que subyace al modelo de gobierno implícito en la ideología neoliberal. El Estado no tiene por objeto «construir un tejido social en el que el individuo esté en contacto directo con la naturaleza, sino que ha de construir un tejido social en el que los elementos que lo componen adopten la forma de la empresa» (2008: 148). Y sigue, «creo que esta multiplicación de la forma empresa dentro del cuerpo social es un punto elemental de la política neoliberal. La cuestión es convertir el mercado, la competencia y por lo tanto la empresa en lo que podríamos denominar el poder formativo de la sociedad» (2008: 148). Según el credo neoliberal, la sociedad ya no está formada por sujetos sino que está compuesta por una multitud de empresas (o emprendedores) que son las encargadas de articular el tejido social, dar forma al espacio público y producir riqueza. El economista estadounidense adscrito a la universidad de Chicago Gary Becker (1964), contribuyó a definir la noción de auto-empresa que analiza Foucault al introducir la noción de capital humano. Para Becker todo ser humano es un sujeto calculador que se enfrenta a los diferentes mercados (laborales, financieros, de mercancías, etc.) realizando una labor constante de cálculo en torno a lo que puede invertir, ganar o perder, al participar en las diferentes formas de transacción que acontecen en los mercados. Este sujeto nunca se enfrenta con los bolsillos vacíos al mercado, siempre puede movilizar e invertir una serie de activos que ha ido atesorando desde el día de su nacimiento: sus saberes, sus experiencias, sus contactos, sus intuiciones o sus redes sociales forman parte de los recursos de los que dispone y que sabe poner en circulación. Estos activos, que Becker define como “capital humano”, pueden ser cruciales en la carrera de cualquier trabajador/a, por esta razón el sujeto debe invertir constantemente en incrementar sus conocimientos, mejorar sus aptitudes, expandir sus redes sociales y en definitiva, evaluar y monetizar diferentes aspectos de su vida y existencia. Así el emprendedor/a, el sujeto/empresa a través de su actividad empresarial sitúa el valor económico como centro y brújula de todo su sistema de valores, instrumentaliza sus redes sociales y amistades para alcanzar logros en los circuitos económicos, y en definitiva, borra la frontera entre su vida privada y su actividad empresarial.
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Recuperando: In the Mood for Work
Recupero aquí un texto vintage que escribí junto a María Ruido en 2007 en el que reflexionábamos en torno a la precariedad y las estrategias de representación del trabajo cultural. El texto apareció publicado originalmente en el libro “Producta50: Una introducción a algunas de las relaciones que se dan entre la cultura y la economía” editado por YProductions y publicado gracias al CASM.
In the Mood for Work: ¿Puede la representación alterar los procesos de valorización del trabajo cultural?
María Ruido y Jaron Rowan
“Or come to find that loving is labour, Labour’s life and life’s forever”
Biomusicology by Ted Leo And The Pharmacists
A estas alturas, no es necesario insistir en que la producción cultural es uno de los ámbitos más afectados por los procesos de transformación laboral que se vienen dando a nivel global, tales como la creciente flexibilización del trabajo, la precarización de las condiciones laborales o la necesidad de asumir riesgos y costes por parte de los propios trabajadores. En ese sentido vemos que el régimen de acumulación flexible que preconizó David Harvey (Harvey, 1992) y que ha sido ampliamente debatido en esferas académicas (por ejemplo, Narotzky, 2004) no ha encontrado resistencias a la hora de introducirse en la esfera de la producción cultural. Pensamos que su “tradición bohemia” proporcionó un escaso impermeable de cara a las transformaciones del trabajo que desde finales de los 70 se vienen dando a escala global, o tal vez incluso las inspiró.
Precisamente, algunos de los problemas sobre los que querríamos reflexionar en este breve escrito tienen que ver con la manera en que estas transformaciones han afectado a la producción cultural, modificando sus formas de hacer, sus modos de pensarse y sus modelos económicos. A lo largo de este texto, intentaremos hablar de por qué parte de la producción cultural no se percibe (o se percibe distorsionadamente) como trabajo, y también de cómo la erosión de las barreras tradicionales que definían el trabajo ha afectado negativamente a los procesos de valorización de la producción cultural. Finalmente, querríamos hablar de algunos ejemplos de representaciones de este (apenas) trabajo en los medios de comunicación, y de si estas imágenes ayudan o no a percibir los procesos de la producción cultural como prácticas laborales. Ambicioso texto para tan pocas palabras, a ver hasta dónde llegamos.
¿Nuevos modelos de negocio? Tensiones entre la cultura libre y el liberalismo
Versión extendida del artículo que he escrito para Periódico Diagonal
El movimiento de la Cultura Libre nació inspirado en parte por el auge sin precedentes Software Libre (que ha demostrado que la militancia y el mercado no tienen por qué estar reñidos) y en parte como respuesta a la progresiva privatización de la cultura por parte de grandes corporaciones. Éstas, tras poner en marcha poderosos lobbies, han conseguido de forma progresiva que los diferentes Estados secundan sus intereses instaurando regímenes de propiedad intelectual cada vez más restrictivos cómo hemos comprobado con la reciente implementación de la Ley Sinde. En un momento histórico dominado por el crecimiento y hegemonía de los medios digitales y la centralidad del conocimiento como elemento productivo, corporaciones del entretenimiento y representantes de las industrias culturales han luchado por limitar el uso y acceso a sus productos reivindicando de forma exclusiva el valor económico de la cultura. De forma paralela hemos experimentado un drástico abaratamiento de los medios de producción y de las herramientas digitales que han permitido que muchos ciudadanos y ciudadanas, que gozan de cierto bienestar económico, puedan filmar sus propias películas caseras, grabar sus discos, realizar collages, alterar fotografías, etc. dando pie a una auténtica cultura del remix cotidiano que pone en crisis la figura tradicional del o de la creadora.
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Preferiría no hacerlo, pero me gusta tanto…
Este artículo fue publicado originalmente en Sigueleyendo
Canción recomendada para leer el artículo
No son pocos los analistas y adalides de las industrias creativas que han argumentado que este sector no entiende de crisis económicas. Dada la extrema flexibilidad de los trabajadores y empresas que lo integran, la prevalencia de redes formales e informales de producción y su capacidad de adaptarse e integrar las innovaciones tecnológicas, todo parecía apuntar que las microempresas culturales serían capaces de surfear sobre la crisis y verla pasar sin hundirse con ella. Quienes defienden el modelo de las industrias creativas jalean que con la crisis no se ha destruido empleo al mismo ratio que en otros sectores. Este argumento se sostiene sobre una premisa falsa, puesto que efectivamente es fácil demostrar que en las industrias creativas apenas hubo empleo, este sector está mayoritariamente compuesto por trabajadores/as autónomas y microempresas, es decir, lo que abunda son formas de autoempleo. De esta manera no se ha destruido empleo porque en un primer lugar nunca lo hubo, pero con la crisis las condiciones de vida de gran parte de los trabajadores y trabajadores del sector no han hecho más que empeorar.
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Cambios en la gestión pública de la cultura: de la cultura como derecho a la cultura como recurso
Versión extendida del artículo que he escrito para Periódico Diagonal
Entre la ola de medidas y recortes de carácter neoliberal que se han estado llevando a cabo en el Estado español durante los últimos años casi ha logrado pasar desapercibido uno de los cambios más importantes en la historia de las políticas culturales contemporáneas: la cultura ha dejado de entenderse y gestionarse como un derecho para pasar a considerarse un recurso. La progresiva desarticulación del Estado de bienestar que estamos experimentando se caracteriza por la progresiva privatización de servicios y competencias públicas, poniendo en mano de los mercados elementos tan necesarios como la salud, la educación o como veremos a continuación, la cultura. Es por ello que propongo unas reflexiones en torno a este proceso y sobre la necesidad de pensar en mecanismos para contrarrestar esta realidad desde movimientos que luchan por una cultura libre.
Desde la transición democrática, entre las funciones asignadas al Ministerio de Cultura y las diferentes administraciones públicas con competencias en el ámbito cultural, estaban la de garantizar el acceso a la cultura por parte de la ciudadanía, preservar el patrimonio y acervo cultural, velar por la diversidad cultural y promover el desarrollo cultural y artístico de la ciudadanía. Todo esto está cambiando paulatinamente con la introducción progresiva de un conjunto de políticas destinadas a promover una visión estrictamente económica del papel que ha de cumplir la cultura[1]. Bajo el paradigma de las denominadas industrias culturales y creativas, comprobamos cómo acontece una progresiva privatización de las prácticas y del acervo cultural común. Para promover esta realidad se ha ido articulando una constelación de medidas, programas de promoción e instituciones que encabezadas por la Dirección General de Política e Industrias Culturales dependiente del Ministerio de Cultura están definiendo las prácticas culturales bajo parámetros estrictamente económicos.
Vemos ya que desde mediados de la década de los ochenta se han ido consolidando discursos que asumido por todos los partidos gobernantes que lejos de presentar las prácticas culturales como elementos marginales a los ciclos de producción económica, sitúan la producción cultural en el epicentro de los planes de crecimiento económico de las ciudades y naciones occidentales. De esta manera y de forma creciente desde la administración pública se han fomentado planes de promoción de industrias culturales y creativas, se ha promovido la creación de incubadoras y viveros de empresas culturales así como la introducción de planes de formación para emprendedores, la creación de rutas de turismo cultural, las pugnas por obtener la capitalidad cultural, etc. es decir, se han favorecido un conjunto de programas y medidas que van definiendo la cultura como un recurso. Esta idea, que ya formulara de forma clara el teórico cultural George Yúdice, hace hincapié en el uso instrumental que se hace de la cultura, que se valora por su capacidad de transformar, redefinir o regenerar el espacio urbano o en su defecto, de crear riqueza, desplazando de esta manera la idea de que la cultura tiene un valor intrínseco.
La Llei Omnibus en Catalunya y planes europeos
Para fomentar este cambio se han ido substituyendo los mecanismos tradicionales de apoyo a las prácticas culturales, con la introducción de créditos en lugar de ayudas, y se han demonizado las asociaciones, peñas y demás colectivos que tradicionalmente habían sido los encargados de mantener vivas las diferentes tradiciones culturales. Igualmente hemos sido testigos de la introducción e implementación de regímenes de propiedad intelectual más agresivos, de la denuncia pública de los procesos de intercambio entre pares, del acoso a las páginas que contienen enlaces (que no contenidos) susceptibles de estar sujetos derechos de autor o de la cesión de competencias culturales a empresas de gestión cultural totalmente opacas. Así las administraciones públicas de forma paulatina han ido perdiendo su papel como garantes del acceso a la cultura por parte de la ciudadanía para ser instigadoras de un proceso de privatización de la cultura. Podemos leer como un paso evidente en esta dirección la reciente introducción de la Llei Omnibus por parte del gobierno catalán. Uno de los cambios más notables que presenta esta ley es un cambio en la promoción y financiación de prácticas culturales, los y las artistas, músicos, payasos, escritores, etc. ya no se consideran susceptibles de recibir apoyo público, en su lugar deben de apoyarse a los y las empresas culturales y a su figura más carismática: el emprendedor cultural. Literalmente la ley dice “se consideran empresas culturales tanto las personas físicas como jurídicas dedicadas a la producción, distribución o comercialización de productos culturales incorporados en cualquier soporte (…) se incluyen en este concepto las persona físicas que ejercen una actividad económica de creación cultural o artística[2]”. Los departamentos de cultura ya no legislan para la ciudadanía, al contrario, su objeto de gobierno es el empresariado cultural. La administración nos transforma en industrias culturales. Estos planes se ven reforzados por acciones tomadas a nivel europeo. Por ejemplo en el “Libro Verde para las Industrias Culturales 2010” leemos “las «industrias culturales» son las que producen y distribuyen bienes o servicios que, en el momento en el que se están creando, se considera que tienen un atributo, uso o fin específico que incorpora o transmite expresiones culturales, con independencia del valor comercial que puedan tener[3]”, reforzando esta noción de que cualquier práctica cultural ya es parte de una industria. Estas nociones van a entrar y serán pilares del nuevo “Programa Cultura 2014-2020” de la UE, en el que conceptos como la diversidad cultural, el acceso o la cooperación, son desplazados a un segundo lugar por términos como innovación, industrias creativas o desarrollo.
Lo más llamativo de todo este proceso es que se promueve la creación de un sector económico que nunca ha demostrado ser viable. No tenemos datos empíricos de que se hayan logrado cumplir las cifras de crecimiento o empleo que se predijeron hace ya más de 10 años. Pese a que desde la UE se diga que las industrias culturales “contribuyen a aproximadamente el 2,6 % del PIB de la UE, con un gran potencial de crecimiento, y proporcionan empleos de calidad a unos cinco millones de personas en la EU-27[4]” la empiria nos demuestra que lejos de crear empleo, hasta el momento las industrias culturales se han caracterizado por crear formas de autoempleo precario, siempre marcado por la extrema flexibilidad, la autoexplotación y la intermitencia económica, y es que todos los planes de promoción de las industrias creativas y culturales están basados en estimaciones y expectativas de crecimiento, nunca hechos reales. Por ello es tan importante que desde movimientos como el de la cultura libre se puedan empezar a diseñar nuevos modelos productivos e infraestructuras de producción, distribución y promoción de las prácticas culturales que sean tanto sostenibles económicamente como capaces de generar procomún. Es necesario trabajar en modelos que en lugar de privatizar el acervo cultural común sean capaces de contribuir a fortalecerlo. La capacidad de la creación de estas nuevas infraestructuras definirá nuestra capacidad o no de mantener un procomún cultural y del conocimiento vivo y susceptible de ser explotado de forma colectiva.
[1] Para una versión más detallada de este proceso ver ‘Nuevas economías de la cultura’ http://www.ypsite.net/recursos/investigaciones/documentos/nuevas_economias_cultura_yproductions.pdf