Versión extendida del artículo que he escrito para Periódico Diagonal
Entre la ola de medidas y recortes de carácter neoliberal que se han estado llevando a cabo en el Estado español durante los últimos años casi ha logrado pasar desapercibido uno de los cambios más importantes en la historia de las políticas culturales contemporáneas: la cultura ha dejado de entenderse y gestionarse como un derecho para pasar a considerarse un recurso. La progresiva desarticulación del Estado de bienestar que estamos experimentando se caracteriza por la progresiva privatización de servicios y competencias públicas, poniendo en mano de los mercados elementos tan necesarios como la salud, la educación o como veremos a continuación, la cultura. Es por ello que propongo unas reflexiones en torno a este proceso y sobre la necesidad de pensar en mecanismos para contrarrestar esta realidad desde movimientos que luchan por una cultura libre.
Desde la transición democrática, entre las funciones asignadas al Ministerio de Cultura y las diferentes administraciones públicas con competencias en el ámbito cultural, estaban la de garantizar el acceso a la cultura por parte de la ciudadanía, preservar el patrimonio y acervo cultural, velar por la diversidad cultural y promover el desarrollo cultural y artístico de la ciudadanía. Todo esto está cambiando paulatinamente con la introducción progresiva de un conjunto de políticas destinadas a promover una visión estrictamente económica del papel que ha de cumplir la cultura[1]. Bajo el paradigma de las denominadas industrias culturales y creativas, comprobamos cómo acontece una progresiva privatización de las prácticas y del acervo cultural común. Para promover esta realidad se ha ido articulando una constelación de medidas, programas de promoción e instituciones que encabezadas por la Dirección General de Política e Industrias Culturales dependiente del Ministerio de Cultura están definiendo las prácticas culturales bajo parámetros estrictamente económicos.
Vemos ya que desde mediados de la década de los ochenta se han ido consolidando discursos que asumido por todos los partidos gobernantes que lejos de presentar las prácticas culturales como elementos marginales a los ciclos de producción económica, sitúan la producción cultural en el epicentro de los planes de crecimiento económico de las ciudades y naciones occidentales. De esta manera y de forma creciente desde la administración pública se han fomentado planes de promoción de industrias culturales y creativas, se ha promovido la creación de incubadoras y viveros de empresas culturales así como la introducción de planes de formación para emprendedores, la creación de rutas de turismo cultural, las pugnas por obtener la capitalidad cultural, etc. es decir, se han favorecido un conjunto de programas y medidas que van definiendo la cultura como un recurso. Esta idea, que ya formulara de forma clara el teórico cultural George Yúdice, hace hincapié en el uso instrumental que se hace de la cultura, que se valora por su capacidad de transformar, redefinir o regenerar el espacio urbano o en su defecto, de crear riqueza, desplazando de esta manera la idea de que la cultura tiene un valor intrínseco.
La Llei Omnibus en Catalunya y planes europeos
Para fomentar este cambio se han ido substituyendo los mecanismos tradicionales de apoyo a las prácticas culturales, con la introducción de créditos en lugar de ayudas, y se han demonizado las asociaciones, peñas y demás colectivos que tradicionalmente habían sido los encargados de mantener vivas las diferentes tradiciones culturales. Igualmente hemos sido testigos de la introducción e implementación de regímenes de propiedad intelectual más agresivos, de la denuncia pública de los procesos de intercambio entre pares, del acoso a las páginas que contienen enlaces (que no contenidos) susceptibles de estar sujetos derechos de autor o de la cesión de competencias culturales a empresas de gestión cultural totalmente opacas. Así las administraciones públicas de forma paulatina han ido perdiendo su papel como garantes del acceso a la cultura por parte de la ciudadanía para ser instigadoras de un proceso de privatización de la cultura. Podemos leer como un paso evidente en esta dirección la reciente introducción de la Llei Omnibus por parte del gobierno catalán. Uno de los cambios más notables que presenta esta ley es un cambio en la promoción y financiación de prácticas culturales, los y las artistas, músicos, payasos, escritores, etc. ya no se consideran susceptibles de recibir apoyo público, en su lugar deben de apoyarse a los y las empresas culturales y a su figura más carismática: el emprendedor cultural. Literalmente la ley dice “se consideran empresas culturales tanto las personas físicas como jurídicas dedicadas a la producción, distribución o comercialización de productos culturales incorporados en cualquier soporte (…) se incluyen en este concepto las persona físicas que ejercen una actividad económica de creación cultural o artística[2]”. Los departamentos de cultura ya no legislan para la ciudadanía, al contrario, su objeto de gobierno es el empresariado cultural. La administración nos transforma en industrias culturales. Estos planes se ven reforzados por acciones tomadas a nivel europeo. Por ejemplo en el “Libro Verde para las Industrias Culturales 2010” leemos “las «industrias culturales» son las que producen y distribuyen bienes o servicios que, en el momento en el que se están creando, se considera que tienen un atributo, uso o fin específico que incorpora o transmite expresiones culturales, con independencia del valor comercial que puedan tener[3]”, reforzando esta noción de que cualquier práctica cultural ya es parte de una industria. Estas nociones van a entrar y serán pilares del nuevo “Programa Cultura 2014-2020” de la UE, en el que conceptos como la diversidad cultural, el acceso o la cooperación, son desplazados a un segundo lugar por términos como innovación, industrias creativas o desarrollo.
Lo más llamativo de todo este proceso es que se promueve la creación de un sector económico que nunca ha demostrado ser viable. No tenemos datos empíricos de que se hayan logrado cumplir las cifras de crecimiento o empleo que se predijeron hace ya más de 10 años. Pese a que desde la UE se diga que las industrias culturales “contribuyen a aproximadamente el 2,6 % del PIB de la UE, con un gran potencial de crecimiento, y proporcionan empleos de calidad a unos cinco millones de personas en la EU-27[4]” la empiria nos demuestra que lejos de crear empleo, hasta el momento las industrias culturales se han caracterizado por crear formas de autoempleo precario, siempre marcado por la extrema flexibilidad, la autoexplotación y la intermitencia económica, y es que todos los planes de promoción de las industrias creativas y culturales están basados en estimaciones y expectativas de crecimiento, nunca hechos reales. Por ello es tan importante que desde movimientos como el de la cultura libre se puedan empezar a diseñar nuevos modelos productivos e infraestructuras de producción, distribución y promoción de las prácticas culturales que sean tanto sostenibles económicamente como capaces de generar procomún. Es necesario trabajar en modelos que en lugar de privatizar el acervo cultural común sean capaces de contribuir a fortalecerlo. La capacidad de la creación de estas nuevas infraestructuras definirá nuestra capacidad o no de mantener un procomún cultural y del conocimiento vivo y susceptible de ser explotado de forma colectiva.