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en busca de la intimidad perdida

Posted on December 7, 2020December 7, 2020 by admin

El pensamiento ilustrado llegó a Europa trayendo consigo, e imponiendo, una forma de entender y hacerse cargo del mundo basado en la razón y la objetividad.

Con esto y de forma progresiva se fue menospreciando la capacidad de pensar/entender/vivir el mundo de otras maneras más mágicas, esotéricas o creativas. Con la racionalidad llegó la capacidad de percibir la realidad como entidades discretas, como un conjunto de entes que se podían disociar unos de otros. Todo se podía escrutar, descomponer y comprender en un laboratorio. Esto chocaba con las dos formas epistémicas hegemónicas de la época, el pensamiento mágico y la fé. El primero está caracterizado por tramar vínculos entre entidades heterogéneas (oro—>dios←- pelo rubio) creando conexiones improbables y en ocasiones fabulosas. Pero este no era el objetivo principal de la ilustración. El pensamiento ilustrado llegó para enfrentarse de forma específica a un marco epistémico basado en la fé (las cosas son como Dios ha determinado y la única opción es creer en su palabra), y las relaciones de poder que esta forma de entender/ordenar el mundo traían consigo. La objetividad transmutaba la realidad en objetos medibles, cuantificables, demostrables y datos objetivables. No había que creer en la ciencia para que esta pudiera demostrar sus hipótesis. El mundo se podía diseccionar, racionalizar y explicitar. Con esto se estableció de forma clara la distinción entre los sujetos, quienes piensan/analizan/entienden y los objetos, que inertes esperan a ser comprendidos por quien tenga agencia y subjetividad.

En paralelo, el auge del capitalismo transformó a todos los seres, materiales o entidades en objetos susceptibles de ser comercializados. Con el capitalismo se inventó un tipo de objeto muy concreto, la mercancía. Se establecieron circuitos globales de intercambio por el que animales, plantas, minerales o incluso personas, podrían acabar circulando. No hay cosa en el mundo que no pueda ser transformada en mercancía. Así, la transformación epistémica que transformó la realidad en objetos, se vió acompañada por un sistema capaz de determinar el valor económico de cada uno de ellos. El mundo fenoménico se convirtió en un gran bazar. El valor económico acabó por transformarse en la única medida de valor abstracta y estandarizada. El mundo se sometía a los principios de la utilidad. Así, de forma paulatina fuimos determinando relaciones instrumentales con las cosas. Todo podía ser medido, comprendido, producido o intercambiado. Nos creímos que las personas estaban por encima de las cosas. Que la realidad estaba desplegada frente a nosotros lista para ser usada, medida o comercializada. Perdimos la intimidad con el mundo material, que se nos presentaba como un conjunto de objetos distantes y distintos a nosotros. Todo se podía explotar.

Todo esto ha cristalizado un mundo marcadamente utilitarista. Un mundo en el que el valor de las cosas está en relación directa al uso que les podemos dar. Si las cosas no sirven, parecen perder todo su valor. Inconscientemente clasificamos y valoramos a los animales dependiendo del uso que les podamos dar: el caballo vale más que el saltamontes, el gato vale más que el lince, en buey vale más que un calamar gigante. Lo mismo hacemos con los minerales, las plantas e incluso, con las personas. A medida que lo hacemos, nos vamos desvinculando afectivamente del mundo fenoménico. Podemos llegar a creer que somos autónomos de la realidad en la que vivimos. Que nuestra capacidad para nombrar, categorizar y definir, nos eleva sobre el agua, la sal, los geranios o las sardinas. La ficción de la autonomía nos ha hecho creer que estamos por encima del mundo material al que pertenecemos y del que dependemos para sobrevivir. La creencia en nuestro yo, nuestra unicidad, nos ha hecho olvidar que somos con los alimentos que ingerimos, somos con el agua que bebemos, somos con el oxígeno que respiramos, somos con las bacterias que nos habitan, somos con las comunidades en las que crecemos. La creencia en la supremacía de la humanidad sobre el mundo material nos ha hecho olvidar gran parte de las relaciones íntimas que nos vinculan y nos hacen parte de ese mundo material. Como nos recuerda Donna Haraway en su libro “Seguir con el problema”, se ha impuesto un imaginario basado en la independencia, en lugar de la interdependencia. 

Escribe George Bataille, en su excéntrico tratado de economía denominado “La parte maldita”, que sólo en los actos sagrados somos capaces de reconocer el poder que tienen las cosas sobre nosotros. En los rituales, las liturgias, las ceremonias, prestamos atención y aceptamos que los objetos con los que convivimos tienen poder. Empezamos a ser conscientes de la energía de las cosas. Sólo venerando al sol, a la luna, a la lluvia o a algún artefacto, nos damos cuenta que ese poder que pensamos que tenemos sobre la realidad es ficción. En la destrucción de algo que nos resulta útil reconocemos la agencia de la cosa. Su importancia va más allá del uso que le demos. Sólo escapando a lo útil, empezamos a reconstruir la intimidad perdida con las cosas. Cuando no vemos a un animal, planta o persona como un fin para conseguir algo, ya sea alimento, placer, energía, etc., se empiezan a abrir nuevas vías de ser/conocer/vivir en comunidad. Sólo perdiendo el principio de sospecha acontecen las confianzas que permiten que lo íntimo empiece a surgir. 

Es en lo inútil, en la experiencia estética por ejemplo, en donde empezamos a sentir florecer vínculos con la realidad de la que somos parte. Muerta la utilidad, surge la intimidad. Dejamos de ahondar en la idea de autonomía neoliberal y se nos abre un mundo de interdependencias. De conexiones y vínculos afectivos y energéticos. Muerto el deseo aparece la erótica que nos articula con el mundo. Muerta la ficción de que el humano está por encima de las cosas, se nos dibujan ontologías más horizontales para con la realidad. Se empiezan a establecer intimidades desconcertantes. Vínculos improductivos. Amores sin apego. Sólo escapando de lo útil, nos acercamos a un mundo exuberante y absurdo en el que el orden biológico y geológico se funden, objetos y sujetos se confunden, las categorías y taxonomías científicas se desdibujan. El aire que entra por nuestra nariz se vuelve yo. El calor de los animales es también el nuestro. Los cambios estacionales nos afectan. Las lunas nos conmueven. Nuestros egos se disuelven y apreciamos más a las demás personas. Cuando abrimos el mundo a la intimidad, lo que nos parecían desiertos yermos e improductivos se desvelan como lugares llenos de vida. Lugares en los que podemos re-aprender formas de ser y de sentir. En los que predomina la intimidad perdida. La intimidad con todo lo que podríamos llegar a ser.  

texto originalmente publicado en Joya: Arte+Ecología

Designing the Present

Posted on May 10, 2020May 10, 2020 by admin

In the early 1970s, designer and pedagogue Victor Papanek banged his fist on the table of modern design and urged us to start designing “for the real world”. The days were now numbered for design in which form prevailed over function – for unsustainable design at the service of the market and not the user. The hermetic and elitist design world opened its gates, giving way to social, political and environmental concerns. Design had to be less individualistic and more collective. It could no longer continue being an exercise in aesthetic virtuosity at the service of a few wealthy consumers. From now on it was to be considered as a tool to start transforming an ever changing world. Designing for the real world presented us with a great challenge: firstly we had to understand people’s needs, possibilities, limitations and desires. Secondly, we needed to offer solutions to alleviate or improve their lives. As a consequence, the designer transitioned from practitioner to researcher – before designing for the real world, the designer had to understand it.

Many real worlds

With the distance of time, it is easy to dispute some of the ideas that underlie Papanek’s work, and we could quickly fall into complacency and point out the mistakes of the past. This is not the aim of this article. But, facing a crisis whose magnitude we can barely glimpse, it is important to think about what it will be like to design for the real world after confinement. We cannot stop wondering about the world that this pandemic will leave to us. Can we still think that there is only one world? Will we have to design for a broken world or for a world in which everything remains the same? Was our old normality leading us relentlessly into a world in danger of extinction? The real world that Papanek was telling us about is increasingly complex. Faced with the need to understand it, we have to accept that in each society, each geographical area, in each world, there are many worlds, many societies, many different realities whose interests will not always converge. There is no one real world; the world instead houses multiple worlds.

What I mean by this is that, as soon as we start to pay attention, we notice worlds crossed by power relations, very unequal living conditions, privileges, forms of poverty and precariousness. Human and animal societies. Societies of bacteria, private societies and corporations. Worlds marked by very different interests, in which the well-being of one social group, unfortunately, implies the discomfort of others. The excesses and privileges of humans have too often been at the cost of environmental degradation. Technological progress is paid for with the destruction of mineral resources. The world of tuna is different from the world of people with functional diversity. The world of migratory birds is different from the world of informal garbage collectors. The world of nursery schools is different from that of nursing homes. The world of those who have is completely different from the world of those who hardly have enough to eat. Paradoxically, these worlds are interconnected, united in ways that are twisted and difficult to imagine. We go from one universe to the pluriverse. It has been said that the flap of a butterfly’s wings, occurring at a given moment, could alter a sequence of events of immense magnitude in the long term. A bat from a Chinese market can affect the global economy. Learning to design for the real world implies learning to design for a plurality of interdependent worlds. We must stop seeing a fragmented world, our world, to be able to understand the links and tensions that structure a common world. A world, as the Zapatistas used to say, where many worlds fit. A world in which our actions will have consequences on the others’ worlds. A constellation of worlds that we have to learn to care for.

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