Resumen del libro Investigative Aesthetics: Conflicts and Commons in the Politics of Thuth, de Fuller y Weizman. Verso Books, 2021
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Terrenos aliados: clima, trabajo y estética
El pasado mes de octubre tuvo lugar en Berlín el taller Allied Grounds organizado por Berliner Gazatte, en el que activistas climáticos, sindicalistas, artistas, agentes culturales y académicos/as nos juntamos para reflexionar y debatir en torno a los efectos y consecuencias políticas del cambio climático. Durante tres días de trabajo intensivo, y con el objetivo de explorar estos “terrenos aliados” que preconizaba el título del encuentro, se abrió el reto de cooperar y aprender de personas procedentes de diferentes contextos sociales, culturales y ámbitos geográficos dispares. En una suerte de mini-cumbre del clima organizada desde abajo, se imaginaron y prototiparon alternativas e iniciativas para hacer frente a una realidad compleja y con consecuencias muy dispares. El encuentro se articulaba bajo una hipótesis interesante: todas y todos somos “trabajadores climáticos”. Es decir, nuestros hábitos de consumo, estilos de vida, regímenes de producción, formas de organización social, etc. contribuyen de diferentes maneras y escalas a producir una cosa llamada “clima”. Con esta idea, y como escribe Max Haiven, nos instaban a iniciar una investigación colectiva en torno a “la dimensión ecológica del trabajo y los medios de producción como herramientas que están al servicio de la producción del clima”. De esta forma el clima no se presentaba como un fenómeno natural externo a la actividad humana sinó como una realidad interdependiente de los modelos de producción y formas de vida desarrolladas en la tierra.
Esta hipótesis, que busca escapar de sentimientos de culpa personales o la sensación de impotencia individual, parte de la premisa de que el auge del capitalismo como modelo hegemónico de organizar la producción y la cooperación social tiene una consecuencia clara: la crisis climática que está poniendo en jaque la vida en el planeta tierra. El capitalismo funciona a base de extraer beneficios a través de abaratar la vida humana y los recursos naturales. Para conseguirlo pone en riesgo la existencia de humanos y no-humanos que ven cómo se complica el acceso a recursos básicos. En este contexto han proliferado modelos de producción extractivistas que saquean entornos medioambientales, colapsan recursos y agotan precipitadamente formas de vida. De esta forma la idea de trabajo y sus formas de organización tienen consecuencias directas sobre el medio en el que vivimos y por ello están estrechamente vinculados a los fenómenos climáticos que nos asolan.
Desde esta premisa, entender el cambio climático como una consecuencia de la organización del trabajo, se hace evidente la necesidad de integrar las luchas sindicales con las demandas medioambientales. Entender que las migraciones causadas por la desaparición de recursos son consecuencia de las políticas de producción que han sostenido el desarrollo económico de ciertos países. Que muchas crisis sociales se están agudizando debido a los problemas derivados de la falta de acceso a agua, alimentos o recursos. Es decir, como ya intuyeron los ecofeminismos y movimientos ecologistas del Sur Global, se hace necesario considerar la interdependencia de las luchas por dignificar y mejorar las condiciones laborales con el derecho a la migración de refugiados climáticos. Los proyectos de recuperación de entornos medioambientales con los procesos de recuperación de fábricas. Los proyectos horizontales y sostenibles que buscan recuperar modelos de producción de alimentos con las iniciativas por desprecarizar las vidas de las personas. Es decir, pensar modelos de transición ecológica que no ahonden en las desigualdades económicas presentes sino que puedan articularse desde una perspectiva de clase. Clima, trabajo y vida son realidades que no se pueden separar.
Recientemente en una conversación entre Yayo Herrero y Rubén Martínez se debatían y ahondaban en las razones por las que tradicionalmente los sindicatos no se han presentado como grandes aliados de las luchas medioambientales. En parte esto es debido a que cuando nació el sindicalismo la concepción del planeta como una fuente inagotable de recursos aún no estaba muy presente. La importancia de acercar estos ámbitos de transformación, el trabajo y el medioambiente, se está haciendo cada vez más evidente. La aparición de figuras retóricas como la de “trabajadores climáticos” sirve para detonar esta necesidad y abrir la reflexión en torno a cómo se pueden integrar proyectos que nacen de necesidades diferentes pero que en la actualidad están cruzadas por el mismo problema. Medioambiente, clase, desigualdad. Paradigmas que especialmente en el Norte Global se han trabajado y combatido por separado pero que en la actualidad se nos presentan como problemas densamente imbricados. Que nos obligan a pensar en solidaridades más-que-humanas. Que nos obligan a pensar nuevos relatos y estrategias de trabajo que articulen y enreden realidades que hasta ahora se percibían distintas.
Como humanos, tenemos un conjunto de capacidades epistémicas que son inherentemente limitadas. Operamos bajo un marco de comprensión de la realidad heredado de la ilustración que ha forjado y definido la modernidad europea. Este marco tiende a fragmentar el mundo en categorías y lo analiza a través de disciplinas de conocimiento que a menudo carecen de compatibilidad. Hemos internalizado formas de pensamiento que separan a las personas de las cosas, perpetuando una dicotomía entre la cultura y la naturaleza, lo humano y lo no humano, lo racional y lo sensible, y los objetos de los datos que generan. El capitalismo y sus formas de funcionamiento internalizan y operan sobre este modelo. Normaliza y opera sobre modelos de pensamiento que consideran que comprender implica ejercer dominio. Hemos llegado a creer que el conocimiento es una forma de controlar el mundo. Sin embargo, estamos comenzando a despertar de la euforia generada por la Ilustración y la idea de que todo podía ser conocido, explicado y dominado. Ahora nos encontramos en la resaca de la modernidad, donde empezamos a comprender que el mundo en el que pensábamos vivir, basado en una visión causal y determinista, es en realidad mucho más complejo, incierto y raro de lo que habíamos imaginado. Habitamos la resaca de la euforia desatada por el desarrollismo y extractivismo, con la consiguiente idea de crecimiento económico ilimitado.
El humanismo ha situado una idea muy particular de lo humano en el centro de todas las cosas. Todo el pensamiento post-ilustrado ha puesto al mundo en relación a ciertos seres humanos, generando con ello relaciones de poder piramidales que aún estamos intentando deshacer. Se ha definido un mundo cuál escenario que ciertos sujetos pretendían dominar y explotar a su antojo gracias a la constelación intencionada entre la razón instrumental, el capitalismo y el determinismo tecnológico. Como si el sueño de Bacon y su nuevo órgano se hubiera hecho realidad, los humanos hemos heredado la ficción de estar ligeramente por encima del planeta que habitamos. Como si nuestra capacidad de entender nos elevara sobre el mundo que estamos haciendo inteligible. La ontología, es decir, la pregunta sobre lo que somos, parecía poder ser respondida sin tener en cuenta el mundo material en el que vivimos y que nos atraviesa de múltiples maneras.
En nuestro imaginario colectivo se ha fraguado la idea de la independencia del sujeto del medio que habita. La gran disociación colectiva. Cuál “hombres de Vitrubio”, se pensaba que la realidad tenía que estar diseñada a nuestra medida. Esta ontología centrada en el sujeto nos ha hecho sentir poderosos, especiales y excepcionales, llevándonos a pensar que el mundo de los objetos que nos rodea estaba y estaría siempre a nuestro servicio. Se creía que los modos de vida extractivistas derivados de esta forma de entender la realidad podrían continuar indefinidamente. Se creía que el mundo y sus elementos, como animales, plantas y otros objetos, siempre estarían a nuestra disposición. Es en este contexto, si queremos crear nuevas formas de alianza y de cooperación para combatir a un problema ingente y complejo en el que es imprescindible explorar ontologías otras. Relacionales. Descentradas. Más-que-humanas. Creativas y raras. Esto obviamente debería concretarse a través de nuevos modelos de producción-vida en la tierra.
El arte y las prácticas culturales tienen un papel a jugar en este proceso, como sostiene con elocuencia Pierre Charbonnier, “para que una realidad exista primero debe ser representada”. En términos parecidos escribe Jaime Vindel que los imaginarios culturales “han jugado un papel activo en la configuración de las cosmovisiones industriales. El despliegue de la modernidad fósil entrañó una dimensión específicamente estética y cultural que no se puede reducir a los aspectos metabólicos y sociopolíticos que condicionaron el nuevo modo de producción”. Lamentablemente gran parte del arte y de la producción cultural siguen centradas sobre sí mismas. Están al servicio de perpetuar imaginarios de clase media aspiracional en los que en ocasiones opera la culpa pero nunca la rabia. En los que se puede hablar de sostenibilidad o decrecimiento pero nunca de sabotaje o de anticapitalismo. El arte contemporáneo y gran parte de las prácticas culturales, en lugar de ayudar a enredar, a crear nuevas cosmovisiones y marañas, siguen estando al servicio de crear relatos evasivos o catrastrofistas. Ahondan en imaginarios emotivistas y particularistas que no hacen más que centrar más al humano sobre sí mismo. En ese sentido fomentan a que aumente la eco-ansiedad y no a vislumbrar nuevos espacios y formas de conflicto capaces de vincular trabajo-medio-subjetividad y vida.
Sostiene el filósofo Timothy Morton que el arte en muchas ocasiones puede y debe devenir una forma válida de conocimiento. O por lo menos igualmente válida que las ciencias sociales, humanas o naturales. El arte nos ofrece formas de acceso al mundo fenoménico que pueden complementar y enriquecer nuestra comprensión de la realidad. En ese sentido nos invita a explorar las verdades parciales que pueden arrojar las experiencias estéticas de la realidad. Nos invita a escapar del alarmismo y de la culpa que impregna gran parte de los discursos en torno a la crisis climática. Desde esta perspectiva Morton, para hacer frente al problema climático, nos invita a dejar de enredarnos en un mundo de datos, de estadísticas, de la objetividad y del pensamiento crítico, para vincularnos con el mundo desde lo sensible. Desde el arte. Cuando los estudios, informes y diagramas estadísticos que han aportado con rigor y exactitud las entidades científicas no logran movilizar ni transformar nuestras perspectivas, debemos pensar en otros relatos e imaginarios para sentar las bases para estos terrenos aliados. Fortalecer los cruces entre arte y ciencia. Entre saberes heterogéneos. Por ello el filósofo nos invita a aprender a habitar un mundo que se abre y escapa cada vez que intentamos aprehenderlo. A crear nuevos lenguajes e idiomas que faciliten nuevas articulaciones. Que nos permitan sentir y atender a aquellas voces y lamentos que no hemos podido percibir hasta ahora.
Esto nos llevará irremediablemente a aprender a percibir temporalidades más-que-humanas. A sintonizar con los mundos que están por venir. A entender ciclos y fenómenos que escapan a los tiempos humanos y nos sumergen en magnitudes descomunales. Al fin y al cabo, para Morton, conocer es casi sinónimo de sintonizar. De aprender a abrirnos y dejarnos afectar por los objetos que nos rodean. Para el autor, el arte nos ayuda a devenir mundo. Pinchando la burbuja del excepcionalismo humano, podemos reconocer que siempre fuimos parte de un mundo más-que-humano. El arte desde esta perspectiva no es idealista sino una práctica profundamente materialista. Nos obliga a sintonizar, reconocer y vincularnos con el mundo que siempre fuimos. Aun así, gran parte de la producción artística o cultural contemporánea está centrada en el repliegue del sujeto sobre sí mismo. En lugar de contribuir a descentrar el humano lo sigue reificando en la excepcionalidad y singularidad. Sigue creando narrativas e imaginarios en los que el humano está por encima de las cosas.
Pese a la complejidad que supone, encuentros como el reciente Allied Grounds nos obligan a horizontalizar saberes. Nos invita a buscar estos espacios de alianza entre campos de trabajo, activismo y lucha que se han considerado distintos. Nacen con el objetivo de crear espacios de cooperación inter-lucha, inter-disciplina, inter-clase. Pese a la dificultad que supone, este tipo de encuentros ponen en diálogo perspectivas y formas de activismo diferentes. Si todas y todos somos trabajadores climáticos, es importante pensar en qué formas de organización, que estrategias y qué imaginarios de deseo se pueden construir de forma colectiva con el fin de hacer frente a las consecuencias de los modelos de producción hegemónicos. Cómo creamos relatos que vinculan los modelos de producción con las consecuencias climáticas sin hacerlo y sin basarlos en la responsabilidad individual. Cómo escapar de la creencia que el mercado o las nuevas tecnologías van a encontrar soluciones rápidas y efectivas a los problemas que han contribuido a crear. Cómo pensar estrategias de transición verde desde una perspectiva de clase. Cómo hacerlo sin que el precio real de la transición lo paguen países pobres o quienes ya están sufriendo las consecuencias de los modelos de explotación extractivistas y coloniales. Cómo hacerlo sabiendo que la coalición de aliados para hacer frente a esta coyuntura ha de ser amplia y heterogénea. Cómo hacerlo evitando el fuego amigo. Cómo hacerlo para que cuando gritemos, “trabajadores climáticos ¡uníos!”, no nos dejemos a nadie atrás. Que nada ni nadie se quede fuera. Tanto a humanos como a no-humanos. Tanto a los que se parecen a nosotros como al mundo más-que-humano del que siempre fuimos parte.
César Rendueles: En bruto
Resumen del libro “En bruto” de César Redueles. Ed. La cataráta 2016
Marta Camps: Saber en la acción. Prácticas pedagógicas indisciplinadas
Resumen de la tesis doctoral “Saber en la acción. Prácticas pedagógicas indisciplinadas” de Marta Camps, leída en 2020
en busca de la intimidad perdida
El pensamiento ilustrado llegó a Europa trayendo consigo, e imponiendo, una forma de entender y hacerse cargo del mundo basado en la razón y la objetividad.
Con esto y de forma progresiva se fue menospreciando la capacidad de pensar/entender/vivir el mundo de otras maneras más mágicas, esotéricas o creativas. Con la racionalidad llegó la capacidad de percibir la realidad como entidades discretas, como un conjunto de entes que se podían disociar unos de otros. Todo se podía escrutar, descomponer y comprender en un laboratorio. Esto chocaba con las dos formas epistémicas hegemónicas de la época, el pensamiento mágico y la fé. El primero está caracterizado por tramar vínculos entre entidades heterogéneas (oro—>dios←- pelo rubio) creando conexiones improbables y en ocasiones fabulosas. Pero este no era el objetivo principal de la ilustración. El pensamiento ilustrado llegó para enfrentarse de forma específica a un marco epistémico basado en la fé (las cosas son como Dios ha determinado y la única opción es creer en su palabra), y las relaciones de poder que esta forma de entender/ordenar el mundo traían consigo. La objetividad transmutaba la realidad en objetos medibles, cuantificables, demostrables y datos objetivables. No había que creer en la ciencia para que esta pudiera demostrar sus hipótesis. El mundo se podía diseccionar, racionalizar y explicitar. Con esto se estableció de forma clara la distinción entre los sujetos, quienes piensan/analizan/entienden y los objetos, que inertes esperan a ser comprendidos por quien tenga agencia y subjetividad.
En paralelo, el auge del capitalismo transformó a todos los seres, materiales o entidades en objetos susceptibles de ser comercializados. Con el capitalismo se inventó un tipo de objeto muy concreto, la mercancía. Se establecieron circuitos globales de intercambio por el que animales, plantas, minerales o incluso personas, podrían acabar circulando. No hay cosa en el mundo que no pueda ser transformada en mercancía. Así, la transformación epistémica que transformó la realidad en objetos, se vió acompañada por un sistema capaz de determinar el valor económico de cada uno de ellos. El mundo fenoménico se convirtió en un gran bazar. El valor económico acabó por transformarse en la única medida de valor abstracta y estandarizada. El mundo se sometía a los principios de la utilidad. Así, de forma paulatina fuimos determinando relaciones instrumentales con las cosas. Todo podía ser medido, comprendido, producido o intercambiado. Nos creímos que las personas estaban por encima de las cosas. Que la realidad estaba desplegada frente a nosotros lista para ser usada, medida o comercializada. Perdimos la intimidad con el mundo material, que se nos presentaba como un conjunto de objetos distantes y distintos a nosotros. Todo se podía explotar.
Todo esto ha cristalizado un mundo marcadamente utilitarista. Un mundo en el que el valor de las cosas está en relación directa al uso que les podemos dar. Si las cosas no sirven, parecen perder todo su valor. Inconscientemente clasificamos y valoramos a los animales dependiendo del uso que les podamos dar: el caballo vale más que el saltamontes, el gato vale más que el lince, en buey vale más que un calamar gigante. Lo mismo hacemos con los minerales, las plantas e incluso, con las personas. A medida que lo hacemos, nos vamos desvinculando afectivamente del mundo fenoménico. Podemos llegar a creer que somos autónomos de la realidad en la que vivimos. Que nuestra capacidad para nombrar, categorizar y definir, nos eleva sobre el agua, la sal, los geranios o las sardinas. La ficción de la autonomía nos ha hecho creer que estamos por encima del mundo material al que pertenecemos y del que dependemos para sobrevivir. La creencia en nuestro yo, nuestra unicidad, nos ha hecho olvidar que somos con los alimentos que ingerimos, somos con el agua que bebemos, somos con el oxígeno que respiramos, somos con las bacterias que nos habitan, somos con las comunidades en las que crecemos. La creencia en la supremacía de la humanidad sobre el mundo material nos ha hecho olvidar gran parte de las relaciones íntimas que nos vinculan y nos hacen parte de ese mundo material. Como nos recuerda Donna Haraway en su libro “Seguir con el problema”, se ha impuesto un imaginario basado en la independencia, en lugar de la interdependencia.
Escribe George Bataille, en su excéntrico tratado de economía denominado “La parte maldita”, que sólo en los actos sagrados somos capaces de reconocer el poder que tienen las cosas sobre nosotros. En los rituales, las liturgias, las ceremonias, prestamos atención y aceptamos que los objetos con los que convivimos tienen poder. Empezamos a ser conscientes de la energía de las cosas. Sólo venerando al sol, a la luna, a la lluvia o a algún artefacto, nos damos cuenta que ese poder que pensamos que tenemos sobre la realidad es ficción. En la destrucción de algo que nos resulta útil reconocemos la agencia de la cosa. Su importancia va más allá del uso que le demos. Sólo escapando a lo útil, empezamos a reconstruir la intimidad perdida con las cosas. Cuando no vemos a un animal, planta o persona como un fin para conseguir algo, ya sea alimento, placer, energía, etc., se empiezan a abrir nuevas vías de ser/conocer/vivir en comunidad. Sólo perdiendo el principio de sospecha acontecen las confianzas que permiten que lo íntimo empiece a surgir.
Es en lo inútil, en la experiencia estética por ejemplo, en donde empezamos a sentir florecer vínculos con la realidad de la que somos parte. Muerta la utilidad, surge la intimidad. Dejamos de ahondar en la idea de autonomía neoliberal y se nos abre un mundo de interdependencias. De conexiones y vínculos afectivos y energéticos. Muerto el deseo aparece la erótica que nos articula con el mundo. Muerta la ficción de que el humano está por encima de las cosas, se nos dibujan ontologías más horizontales para con la realidad. Se empiezan a establecer intimidades desconcertantes. Vínculos improductivos. Amores sin apego. Sólo escapando de lo útil, nos acercamos a un mundo exuberante y absurdo en el que el orden biológico y geológico se funden, objetos y sujetos se confunden, las categorías y taxonomías científicas se desdibujan. El aire que entra por nuestra nariz se vuelve yo. El calor de los animales es también el nuestro. Los cambios estacionales nos afectan. Las lunas nos conmueven. Nuestros egos se disuelven y apreciamos más a las demás personas. Cuando abrimos el mundo a la intimidad, lo que nos parecían desiertos yermos e improductivos se desvelan como lugares llenos de vida. Lugares en los que podemos re-aprender formas de ser y de sentir. En los que predomina la intimidad perdida. La intimidad con todo lo que podríamos llegar a ser.
texto originalmente publicado en Joya: Arte+Ecología
Minna Salami: Sensuous Knowledge
Resumen del libro “Sensuous Knowledge” de Minna Salami. Zed Books, 2020
Silvia Rivera Cusicanqui: Un mundo ch’ixi es posible
Resumen del libro “Un mundo ch’ixi es posible” de Silvia Rivera Cusicanqui. Publicado por la editorial Tinta Limón, Buenos Aires, 2018.
El mensaje
Artículo publicado originalmente en la Revista BeCult Mayo 2020
Gran parte de las civilizaciones arcaicas creían que sus deidades les mandaban mensajes a través de fenómenos naturales. Se pensaba que detrás de la tormenta, de un incendio, de una plaga, de los eclipses o de las enfermedades, había un mensaje que se tenía que decodificar. Los humanos vivíamos en un mundo trascendente en el que la materia estaba al servicio de los diferentes dioses. Estos la cargaban de energía y significado. Con el advenimiento de la modernidad, y la aparición de las ciencias naturales, paulatinamente dejamos de buscar qué significan las cosas para centrarnos en entender sus causas y consecuencias. Pasamos de vivir en un mundo repleto de mensajes a habitar un mundo mecanicista en el que detrás de los fenómenos tan solo se encontraban razones. Si la temperatura subía, el agua hervía. No había mensaje ni significado, solo causa/consecuencia. Dependiendo de las órbitas lunares la marea subía y bajaba. Si uno entraba en contacto con un virus, podía enfermar. Pasamos de que los fenómenos tuvieran significados a que tuvieran una explicación.
Con la modernidad las cosas dejaron de tener un significado trascendente y se cargaron de explicaciones científicas. Pasamos de la fe a la razón, del mito a la evidencia, de las sensaciones a los hechos. Para facilitar esta transición los humanos creamos disciplinas de conocimiento que se especializaron en entender aspectos cada vez más específicos de la realidad. La biología se encargaría de los seres vivos, la física de los fenómenos naturales, la sociología del comportamiento humano, la virología del comportamiento de los virus, la antropología buscaría entender las diferentes sociedades humanas, etc. Así se crearon ciencias dedicadas a entender los fenómenos naturales y otras dedicadas a la vida social. Unas miraban la natura, otras la cultura. Biología o economía. La realidad, en lugar de verse desde la complejidad se empezó a ver de forma fragmentaria. Cada disciplina desarrolló sus propias metodologías específicas, podía dar explicaciones con múltiples variables y diseñó sistemas de interpretación cada vez más elaborados. Lamentablemente estas formas de análisis por lo general han sido incompatibles entre sí. Con la hiperespecialización perdimos la capacidad de ver el plano general.
Ahora, con la crisis que se ha desatado tras la pandemia de la COVID-19, hay quien quiere rescatar la idea de que hay un ser trascendente que cual deidad, está usando la materia para mandarnos un mensaje. Que hay un significado único que le daría sentido a todo lo que estamos viviendo. Bajo el mantra “la natura nos quiere enseñar algo”, las redes se llenan de voces, memes, imágenes y fotos de jabalís invadiendo parques y jardines. Es tanto el dolor y sufrimiento que se está desplegando a nuestro alrededor, que parece absurdo que no haya una razón o un motivo que lo justifique. Que no exista una intención detrás de los hechos que estamos viviendo. Hay quienes se conforman con creer en alguna de las múltiples teorías de la conspiración que están circulando: alguien tiene que ser culpable de tanta maldad. Hay quien ha puesto toda su fe en el diseño de aplicaciones y en encontrar soluciones tecnológicas o científicas para parar la debacle. Desde aquí dudo que haya un ser que nos quiera mandar un mensaje. Dudo que encontremos una única solución para un problema tan complejo. Pero aun así, me gustaría creer que hay cosas que se pueden aprender de esta catástrofe.
Está claro que las herramientas interpretativas heredadas de la modernidad, se quedan cortas para entender un fenómeno que cruza muchas realidades, tiene demasiadas variables, condicionantes e intereses contrapuestos. Una crisis que pone en crisis sistemas de distribución y de consumo, regímenes alimentarios, intereses farmacéuticos, políticas económicas, límites fronterizos, organizaciones comerciales, intereses financieros, relaciones entre especies diferentes y sistemas de gobierno. Una crisis que pone en evidencia tanto los privilegios de humanos sobre el planeta como nuestra fragilidad como especie.
En la actualidad no hay disciplina de conocimiento capaz de abordar esta complejidad. Por ello necesitamos deshacernos del pesado yugo moderno para elaborar saberes indisciplinados y promiscuos, capaces de abordar este embrollo desde la humildad y la incertidumbre. Aceptar que esta crisis va a afectar a los seres humanos y no-humanos de formas muy diversas y desiguales. Que lo que es un problema para los humanos, es una bendición para las aves. Lo que se presenta como un problema económico a su vez tiene consecuencias positivas para el medio ambiente. Que si no nos organizamos, de esta crisis saldrán muchos perdedores y un puñado de ganadores. Que se va a extender la pobreza y concentrar la riqueza.
La fe ciega en el progreso científico, nos ha hecho subestimar la fuerza de la biología. Nuestro sesgo cognitivo nos ha hecho creer que gracias a la razón estábamos por encima de los otros seres biológicos. Nos hizo olvidar cuán frágiles y vulnerables podemos llegar a ser. La escisión moderna entre natura y cultura se acaba de desdibujar. Somos un elemento más dentro de una cadena de seres que luchan por subsistir. Pensar que los humanos somos independientes y autónomos de la naturaleza, que somos capaces de intervenir y dominarla, nos ha hecho olvidar que siempre hemos sido naturaleza. Somos seres interdependientes cuyas vidas están conectadas de diferentes formas con otros seres y medios. Asumir que no somos sujetos aislados es aceptar una responsabilidad en cadenas de cuidados complejas compuestas de humanos y no-humanos. Nuestra fantasía de dominación del medio para protegernos de sus consecuencias ha hecho que olvidemos que somos parte del mundo del que nos queremos proteger.
El filósofo Timothy Morton acuñó el concepto hiperobjeto para definir estos “objetos” que por su tamaño, complejidad, escala temporal o magnitud, escapan a la comprensión humana. Los residuos de plástico en el ambiente, el calentamiento climático, o la pandemia que nos está asolando serían algunos ejemplos de hiperobjetos. Por muchos modelos de previsión y análisis que hagamos, tenemos que aceptar que no vamos a anticipar ni entender todas las consecuencias que va a dejar tras de sí este fenómeno. Esto, a los humanos acostumbrados a nuestros privilegios epistémicos nos saca de nuestras casillas. Tenemos una necesidad de entender, puesto que nos da la sensación de que así, empezamos a dominar la realidad. Morton, nos recuerda que nunca vamos a comprender estos hiperobjetos del todo. Que nuestros sistemas de conocimiento son muy limitados frente a fenómenos de tal magnitud. Es importante aceptar que no todo se puede saber. Que hay fenómenos que escapan a nuestro conocimiento. Por eso, es esencial no perder la calma y saber habitar la incertidumbre. Aprender a cuidar y a cuidarnos. Aceptar que no todo tiene un significado ulterior. Que nos encontraremos con explicaciones parciales con las que nos tendremos que contentar. Que como aprendimos de Donna Haraway, todos los saberes son parciales y situados. Que frente a esta crisis está claro que las ciencias van a ser importantes, pero igualmente valiosas van a ser las artes, la música, el diseño o la poesía. Probablemente no nos aportarán el significado último a lo que está pasando, pero sí nos ayudarán a darle un poco de sentido a la realidad que nos ha tocado vivir. Nos ayudarán a elaborar respuestas colectivas e imaginar escenarios futuros. A transformar el dolor en esperanza. El malestar en justicia.
Dona Haraway: Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial
Resumen del capítulo “Conocimientos situados”, del libro “Ciencia, cyborgs y mujeres: La reinvención de la naturaleza”, editorial Cátedra 1995
Friedrich Nietzsche: La ciencia jovial
Resumen del libro “La ciencia jovial” de Nietzsche. La versión elegida es la traducción de Germán Cano
Boaventura de Sousa Santos: Justicia entre saberes. Epistemologías del Sur contra el epistemicidio
Resumen del libro “Justicia entre saberes. Epistemologías del Sur contra el epistemicidio”, Ediciones Morata 2017