O bien el pensador francés Michel Foucault era un trilero o simplemente cambiaba de opinión con facilidad. No hay más que leerse las transcripciones de sus charlas en el Collège de France para darse cuenta de que en pocas ocasiones coinciden los títulos de los seminarios con los contenidos que en ellos se desarrollan. Uno de los casos más flagrantes es el del texto editado con el título de “Nacimiento de la biopolítica” que, curiosamente, no versa sobre biopolítica sino que es uno de los mejores tratados que existen sobre el origen del neoliberalismo. En sus páginas, el autor francés explica que a mediados del siglo XVIII tuvo lugar uno de los cambios más notables respecto a la idea de lo que significa gobernar. Durante ese periodo el papel del gobernador pasó de ser el de quien debe procurar el bienestar general de los ciudadanos a ser el de quien tiene que asegurar que los ciudadanos encuentran un mercado estable en el que puedan prosperar. El buen gobierno ya no reside en la procuración del bienestar, sino en favorecer las condiciones para que cada sujeto, de forma individual, pueda forjarse su propio bienestar. No es casualidad que ese momento coincida con el nacimiento de la economía política y del liberalismo.
Esta transformación se ha ido sucediendo de forma gradual. Lentamente ha ido afectando a todos los ámbitos del gobierno y, claro, de la vida. La esfera de la cultura también se vió afectada por este cambio de perspectiva. A finales de la década de los setenta y principios de los ochenta cambió para siempre el paradigma que regía los modos de gobernar la cultura. El Estado pasaba de ser el garante del acceso a ser el regulador de los mercados que debían de facilitar el acceso a toda la ciudadanía. Este cambio, que se perpetró a diferentes velocidades e intensidades, venía camuflado bajo la guisa de las industrias creativas, los emprendedores culturales, el mecenazgo, etc. El Estado cedía parte de sus competencias al mercado, que debía ser el encargado de realizar la acción cultural. Las políticas culturales se transformaron paulatinamente en políticas económicas. Bienvenidos a la jungla, bienvenidos al neoliberalismo.
En la campaña de las elecciones que van a determinar quién nos gobernará los próximos cuatro años se ha hablado poco de cultura. En los debates televisados no se ha hablado de cultura en absoluto. Aun así, a algunos se nos inflaron las expectativas cuando en el debate que mantuvieron Rajoy y Sánchez se mencionó la cuestión del IVA cultural. ¿Podía ser ese el comienzo de una conversación sobre políticas culturales? ¿Entraba por fin la cultura en campaña? Lamentablemente no. Hablar de IVA no es hablar de cultura. Hablar de IVA es aceptar que las políticas culturales sólo pueden ser políticas económicas. Hablar de IVA es hablar de regulación económica de la cultura, no hablar de cultura. El IVA no es cultural, es una carga fiscal sobre el consumo. Hablar de cultura es hablar de valores, de pensamiento, de afectos, de estética, de producción, de transformación, de acceso productivo, de crítica, de desigualdades, de incomodidades, de deseos, de posibles y de lo que a veces nos hace más vulnerables pero no por ello más débiles. Parafraseando a un posible Rajoy: hablar de impuestos es hablar de impuestos, y la cultura es muy cultura y mucho cultura.