El pensamiento ilustrado llegó a Europa trayendo consigo, e imponiendo, una forma de entender y hacerse cargo del mundo basado en la razón y la objetividad.
Con esto y de forma progresiva se fue menospreciando la capacidad de pensar/entender/vivir el mundo de otras maneras más mágicas, esotéricas o creativas. Con la racionalidad llegó la capacidad de percibir la realidad como entidades discretas, como un conjunto de entes que se podían disociar unos de otros. Todo se podía escrutar, descomponer y comprender en un laboratorio. Esto chocaba con las dos formas epistémicas hegemónicas de la época, el pensamiento mágico y la fé. El primero está caracterizado por tramar vínculos entre entidades heterogéneas (oro—>dios←- pelo rubio) creando conexiones improbables y en ocasiones fabulosas. Pero este no era el objetivo principal de la ilustración. El pensamiento ilustrado llegó para enfrentarse de forma específica a un marco epistémico basado en la fé (las cosas son como Dios ha determinado y la única opción es creer en su palabra), y las relaciones de poder que esta forma de entender/ordenar el mundo traían consigo. La objetividad transmutaba la realidad en objetos medibles, cuantificables, demostrables y datos objetivables. No había que creer en la ciencia para que esta pudiera demostrar sus hipótesis. El mundo se podía diseccionar, racionalizar y explicitar. Con esto se estableció de forma clara la distinción entre los sujetos, quienes piensan/analizan/entienden y los objetos, que inertes esperan a ser comprendidos por quien tenga agencia y subjetividad.
En paralelo, el auge del capitalismo transformó a todos los seres, materiales o entidades en objetos susceptibles de ser comercializados. Con el capitalismo se inventó un tipo de objeto muy concreto, la mercancía. Se establecieron circuitos globales de intercambio por el que animales, plantas, minerales o incluso personas, podrían acabar circulando. No hay cosa en el mundo que no pueda ser transformada en mercancía. Así, la transformación epistémica que transformó la realidad en objetos, se vió acompañada por un sistema capaz de determinar el valor económico de cada uno de ellos. El mundo fenoménico se convirtió en un gran bazar. El valor económico acabó por transformarse en la única medida de valor abstracta y estandarizada. El mundo se sometía a los principios de la utilidad. Así, de forma paulatina fuimos determinando relaciones instrumentales con las cosas. Todo podía ser medido, comprendido, producido o intercambiado. Nos creímos que las personas estaban por encima de las cosas. Que la realidad estaba desplegada frente a nosotros lista para ser usada, medida o comercializada. Perdimos la intimidad con el mundo material, que se nos presentaba como un conjunto de objetos distantes y distintos a nosotros. Todo se podía explotar.
Todo esto ha cristalizado un mundo marcadamente utilitarista. Un mundo en el que el valor de las cosas está en relación directa al uso que les podemos dar. Si las cosas no sirven, parecen perder todo su valor. Inconscientemente clasificamos y valoramos a los animales dependiendo del uso que les podamos dar: el caballo vale más que el saltamontes, el gato vale más que el lince, en buey vale más que un calamar gigante. Lo mismo hacemos con los minerales, las plantas e incluso, con las personas. A medida que lo hacemos, nos vamos desvinculando afectivamente del mundo fenoménico. Podemos llegar a creer que somos autónomos de la realidad en la que vivimos. Que nuestra capacidad para nombrar, categorizar y definir, nos eleva sobre el agua, la sal, los geranios o las sardinas. La ficción de la autonomía nos ha hecho creer que estamos por encima del mundo material al que pertenecemos y del que dependemos para sobrevivir. La creencia en nuestro yo, nuestra unicidad, nos ha hecho olvidar que somos con los alimentos que ingerimos, somos con el agua que bebemos, somos con el oxígeno que respiramos, somos con las bacterias que nos habitan, somos con las comunidades en las que crecemos. La creencia en la supremacía de la humanidad sobre el mundo material nos ha hecho olvidar gran parte de las relaciones íntimas que nos vinculan y nos hacen parte de ese mundo material. Como nos recuerda Donna Haraway en su libro “Seguir con el problema”, se ha impuesto un imaginario basado en la independencia, en lugar de la interdependencia.
Escribe George Bataille, en su excéntrico tratado de economía denominado “La parte maldita”, que sólo en los actos sagrados somos capaces de reconocer el poder que tienen las cosas sobre nosotros. En los rituales, las liturgias, las ceremonias, prestamos atención y aceptamos que los objetos con los que convivimos tienen poder. Empezamos a ser conscientes de la energía de las cosas. Sólo venerando al sol, a la luna, a la lluvia o a algún artefacto, nos damos cuenta que ese poder que pensamos que tenemos sobre la realidad es ficción. En la destrucción de algo que nos resulta útil reconocemos la agencia de la cosa. Su importancia va más allá del uso que le demos. Sólo escapando a lo útil, empezamos a reconstruir la intimidad perdida con las cosas. Cuando no vemos a un animal, planta o persona como un fin para conseguir algo, ya sea alimento, placer, energía, etc., se empiezan a abrir nuevas vías de ser/conocer/vivir en comunidad. Sólo perdiendo el principio de sospecha acontecen las confianzas que permiten que lo íntimo empiece a surgir.
Es en lo inútil, en la experiencia estética por ejemplo, en donde empezamos a sentir florecer vínculos con la realidad de la que somos parte. Muerta la utilidad, surge la intimidad. Dejamos de ahondar en la idea de autonomía neoliberal y se nos abre un mundo de interdependencias. De conexiones y vínculos afectivos y energéticos. Muerto el deseo aparece la erótica que nos articula con el mundo. Muerta la ficción de que el humano está por encima de las cosas, se nos dibujan ontologías más horizontales para con la realidad. Se empiezan a establecer intimidades desconcertantes. Vínculos improductivos. Amores sin apego. Sólo escapando de lo útil, nos acercamos a un mundo exuberante y absurdo en el que el orden biológico y geológico se funden, objetos y sujetos se confunden, las categorías y taxonomías científicas se desdibujan. El aire que entra por nuestra nariz se vuelve yo. El calor de los animales es también el nuestro. Los cambios estacionales nos afectan. Las lunas nos conmueven. Nuestros egos se disuelven y apreciamos más a las demás personas. Cuando abrimos el mundo a la intimidad, lo que nos parecían desiertos yermos e improductivos se desvelan como lugares llenos de vida. Lugares en los que podemos re-aprender formas de ser y de sentir. En los que predomina la intimidad perdida. La intimidad con todo lo que podríamos llegar a ser.
Esta semana llegaba una noticia importante para el mundo de la cultura. Finalmente Fèlix Millet i Tusell, el saqueador confeso del Palau de la Música, ha entrado en prisión. En paralelo una noticia más triste que también afecta al sector cultural ha pasado más desapercibida : desde el Teatre Lliure se organizaba el primer reparto de alimentos para profesionales del mundo del espectáculo afectados por la crisis desatada tras la COVID-19. Unas 30 familias de músicos y músicas, actores y actrices, técnicos y técnicas de las artes y del espectáculo han podido recibir una caja con alimentos recogidos desde una iniciativa, ActúaAyudaAlimenta, nacida para contribuir a mitigar la pobreza del sector. Millet, miembro de una FAMILIA ilustre, logró desviar y beneficiarse de más de 35 millones de euros (de los cuales 3,3 millones de euros eran provenientes de subvenciones y fondos públicos) mientras los trabajadores del sector no llegan a final de mes. Uno no puede dejar de preguntarse si entre estas dos noticias sólo hay correlación temporal o también hay causa.
Millet amigo de otras FAMILIAS ilustres, aprovechó su cargo como presidente del Palau de la Música para lucrarse y beneficiar a los suyos. Se dedicó a trapichear e intercambiar favores con miembros de otras FAMILIAS ilustres que ocuparon y siguen ocupando lugares de poder desde los patronatos y puestos de dirección de instituciones públicas. Millet no tan sólo fué presidente de Fundación Orfeón Catalán – Palacio de la Música Catalana. A su vez ocupó un lugar en el patronato del Institut Catalunya Futur, la rama catalana de la FAES el mismo año que recibió un incremento presupuestario de 3.000.000 de euros del Ministerio de Cultura del gobierno español, en esos momentos presidido por José María Aznar. Millet, igualmente era presidente de BANKPIME banco participado por Agrupació Mútua que también presidía. Fue miembro de la Fundació Pau Casals, del Liceo y vicepresidente tercero de la Fundación Fútbol Club Barcelona. Las FAMILIAS se van encontrando en despachos y en los lugares en los que se toman decisiones importantes.
Los 80 trabajadores de la cultura que se han acogido al programa de distribución de alimentos pertenecen a familias que no se sientan en consejos de dirección ni presiden fundaciones. Nunca tienen acceso a los lugares en los que se toman decisiones presupuestarias. Son trabajadores y trabajadoras que no pueden participar de las decisiones que de forma directa afectarán al bienestar de sus vidas y las de sus familias. No manejan ni distribuyen las cantidades ingentes de dinero que controlan las otras FAMILIAS. No son ni hijos de, amigos de, ni conocen a. No reciben grandes distinciones ni cargos de honor en patronatos de los que se pueden lucrar. Son las familias a los que les han dicho que no son suficiente emprendedoras, que la subvención que pidieron el año pasado y por la que recibieron 1.200 euros está mal justificada. Son las familias de las que se sospecha desde la administración. Se les reprocha no entrar en programas de impulso a las industrias culturales. Industrias que siguen controladas por las otras FAMILIAS que parten, reparten y siempre se quedan la mejor parte.
Y mientras debatimos si es más importante la participación, la sindicación o el acceso a la cultura, los patronatos siguen copados por FAMILIAS, que toman decisiones que afectarán a las otras familias. Porque el problema que tiene la cultura es un problema de clase y de clasismo. De desigualdad de oportunidades y de condiciones. De corrupción y de corruptelas. De distancia física y simbólica entre quienes toman decisiones y de quienes la sufren. De falta de mecanismos de control institucional y opacidad administrativa. Porque mientras los patronatos, los consejos de dirección y las presidencias de las fundaciones sigan estando en manos de las FAMILIAS, el sector cultural estará abocado a la precariedad, a la pobreza y a la injusticia.
Artículo publicado originalmente en la Revista BeCultMayo 2020
Gran parte de las civilizaciones arcaicas creían que sus deidades les mandaban mensajes a través de fenómenos naturales. Se pensaba que detrás de la tormenta, de un incendio, de una plaga, de los eclipses o de las enfermedades, había un mensaje que se tenía que decodificar. Los humanos vivíamos en un mundo trascendente en el que la materia estaba al servicio de los diferentes dioses. Estos la cargaban de energía y significado. Con el advenimiento de la modernidad, y la aparición de las ciencias naturales, paulatinamente dejamos de buscar qué significan las cosas para centrarnos en entender sus causas y consecuencias. Pasamos de vivir en un mundo repleto de mensajes a habitar un mundo mecanicista en el que detrás de los fenómenos tan solo se encontraban razones. Si la temperatura subía, el agua hervía. No había mensaje ni significado, solo causa/consecuencia. Dependiendo de las órbitas lunares la marea subía y bajaba. Si uno entraba en contacto con un virus, podía enfermar. Pasamos de que los fenómenos tuvieran significados a que tuvieran una explicación.
Con la modernidad las cosas dejaron de tener un significado trascendente y se cargaron de explicaciones científicas. Pasamos de la fe a la razón, del mito a la evidencia, de las sensaciones a los hechos. Para facilitar esta transición los humanos creamos disciplinas de conocimiento que se especializaron en entender aspectos cada vez más específicos de la realidad. La biología se encargaría de los seres vivos, la física de los fenómenos naturales, la sociología del comportamiento humano, la virología del comportamiento de los virus, la antropología buscaría entender las diferentes sociedades humanas, etc. Así se crearon ciencias dedicadas a entender los fenómenos naturales y otras dedicadas a la vida social. Unas miraban la natura, otras la cultura. Biología o economía. La realidad, en lugar de verse desde la complejidad se empezó a ver de forma fragmentaria. Cada disciplina desarrolló sus propias metodologías específicas, podía dar explicaciones con múltiples variables y diseñó sistemas de interpretación cada vez más elaborados. Lamentablemente estas formas de análisis por lo general han sido incompatibles entre sí. Con la hiperespecialización perdimos la capacidad de ver el plano general.
Ahora, con la crisis que se ha desatado tras la pandemia de la COVID-19, hay quien quiere rescatar la idea de que hay un ser trascendente que cual deidad, está usando la materia para mandarnos un mensaje. Que hay un significado único que le daría sentido a todo lo que estamos viviendo. Bajo el mantra “la natura nos quiere enseñar algo”, las redes se llenan de voces, memes, imágenes y fotos de jabalís invadiendo parques y jardines. Es tanto el dolor y sufrimiento que se está desplegando a nuestro alrededor, que parece absurdo que no haya una razón o un motivo que lo justifique. Que no exista una intención detrás de los hechos que estamos viviendo. Hay quienes se conforman con creer en alguna de las múltiples teorías de la conspiración que están circulando: alguien tiene que ser culpable de tanta maldad. Hay quien ha puesto toda su fe en el diseño de aplicaciones y en encontrar soluciones tecnológicas o científicas para parar la debacle. Desde aquí dudo que haya un ser que nos quiera mandar un mensaje. Dudo que encontremos una única solución para un problema tan complejo. Pero aun así, me gustaría creer que hay cosas que se pueden aprender de esta catástrofe.
Está claro que las herramientas interpretativas heredadas de la modernidad, se quedan cortas para entender un fenómeno que cruza muchas realidades, tiene demasiadas variables, condicionantes e intereses contrapuestos. Una crisis que pone en crisis sistemas de distribución y de consumo, regímenes alimentarios, intereses farmacéuticos, políticas económicas, límites fronterizos, organizaciones comerciales, intereses financieros, relaciones entre especies diferentes y sistemas de gobierno. Una crisis que pone en evidencia tanto los privilegios de humanos sobre el planeta como nuestra fragilidad como especie.
En la actualidad no hay disciplina de conocimiento capaz de abordar esta complejidad. Por ello necesitamos deshacernos del pesado yugo moderno para elaborar saberes indisciplinados y promiscuos, capaces de abordar este embrollo desde la humildad y la incertidumbre. Aceptar que esta crisis va a afectar a los seres humanos y no-humanos de formas muy diversas y desiguales. Que lo que es un problema para los humanos, es una bendición para las aves. Lo que se presenta como un problema económico a su vez tiene consecuencias positivas para el medio ambiente. Que si no nos organizamos, de esta crisis saldrán muchos perdedores y un puñado de ganadores. Que se va a extender la pobreza y concentrar la riqueza.
La fe ciega en el progreso científico, nos ha hecho subestimar la fuerza de la biología. Nuestro sesgo cognitivo nos ha hecho creer que gracias a la razón estábamos por encima de los otros seres biológicos. Nos hizo olvidar cuán frágiles y vulnerables podemos llegar a ser. La escisión moderna entre natura y cultura se acaba de desdibujar. Somos un elemento más dentro de una cadena de seres que luchan por subsistir. Pensar que los humanos somos independientes y autónomos de la naturaleza, que somos capaces de intervenir y dominarla, nos ha hecho olvidar que siempre hemos sido naturaleza. Somos seres interdependientes cuyas vidas están conectadas de diferentes formas con otros seres y medios. Asumir que no somos sujetos aislados es aceptar una responsabilidad en cadenas de cuidados complejas compuestas de humanos y no-humanos. Nuestra fantasía de dominación del medio para protegernos de sus consecuencias ha hecho que olvidemos que somos parte del mundo del que nos queremos proteger.
El filósofo Timothy Morton acuñó el concepto hiperobjeto para definir estos “objetos” que por su tamaño, complejidad, escala temporal o magnitud, escapan a la comprensión humana. Los residuos de plástico en el ambiente, el calentamiento climático, o la pandemia que nos está asolando serían algunos ejemplos de hiperobjetos. Por muchos modelos de previsión y análisis que hagamos, tenemos que aceptar que no vamos a anticipar ni entender todas las consecuencias que va a dejar tras de sí este fenómeno. Esto, a los humanos acostumbrados a nuestros privilegios epistémicos nos saca de nuestras casillas. Tenemos una necesidad de entender, puesto que nos da la sensación de que así, empezamos a dominar la realidad. Morton, nos recuerda que nunca vamos a comprender estos hiperobjetos del todo. Que nuestros sistemas de conocimiento son muy limitados frente a fenómenos de tal magnitud. Es importante aceptar que no todo se puede saber. Que hay fenómenos que escapan a nuestro conocimiento. Por eso, es esencial no perder la calma y saber habitar la incertidumbre. Aprender a cuidar y a cuidarnos. Aceptar que no todo tiene un significado ulterior. Que nos encontraremos con explicaciones parciales con las que nos tendremos que contentar. Que como aprendimos de Donna Haraway, todos los saberes son parciales y situados. Que frente a esta crisis está claro que las ciencias van a ser importantes, pero igualmente valiosas van a ser las artes, la música, el diseño o la poesía. Probablemente no nos aportarán el significado último a lo que está pasando, pero sí nos ayudarán a darle un poco de sentido a la realidad que nos ha tocado vivir. Nos ayudarán a elaborar respuestas colectivas e imaginar escenarios futuros. A transformar el dolor en esperanza. El malestar en justicia.
Pese a que ya hace tiempo que sus obras han dejado de ser populares, Henri Bergson fue uno de los filósofos más peculiares e interesantes del siglo XX. Es uno de esos pensadores bisagra que pendulan entre períodos históricos. Su trabajo pretendía escapar de las formas hegemónicas de entender la realidad de principios del siglo XX marcadas por el racionalismo y el positivismo para dar paso a un mundo más fluido y marcado por flujos de energía. Para el positivismo todo podía ser explicado desde la razón y debía demostrarse a través de experimentos verificables. Para escapar de este modelo mecanicista, Bergson se embarcó en un fascinante viaje que le llevó a explorar la importancia de la intuición como forma de conocimiento, a ahondar en la creatividad como herramienta de transformación y a fascinarse por el funcionamiento del “élan vital”, la energía creadora que aparentemente todos llevamos dentro y que permite que la materia vaya cambiando. En ese sentido, es de los primeros pensadores occidentales que recoge tradiciones de pensamiento no europeas e intenta combinarlas con la metafísica de la época.
Una de sus grandes inquietudes se centra en torno a cómo se relaciona la memoria con la materia. Por memoria entendemos la capacidad de conocer, recordar y actuar; y por materia entendemos la realidad material con la que interactuamos en todo momento. Para Bergson la materia siempre está cargada de algún tipo de energía que al entrar en contacto con el cuerpo, impacta sobre nuestra capacidad de percepción. La luz, el sonido, la temperatura, etc. percuten, o como él dice, afectan a nuestros sentidos que traducen estas percepciones en imágenes. La realidad material se traduce en un sistema de representaciones que se almacenan en nuestra memoria. De esta forma nos relacionamos con el mundo material como si fuera una combinación de imágenes que procesamos y con las que interactuamos. Estas imágenes se almacenan en la memoria y tiramos de ellas cada vez que nos encontramos frente a un objeto material, frente a una nueva situación. Como nuestros cuerpos son perezosos, en muchas ocasiones frente a un árbol, una bombilla o la cara de una persona, tiramos de la imagen que ya teníamos guardada de los mismos para ahorrarnos energía psíquica. Para evitar que estos objetos nos vuelvan a afectar. Dejamos de percibir y frente la materia, tiramos de los recuerdos que ya habíamos generado. Así ese mundo material en constante transformación se hace un poco más estable, más fácil de gestionar.
In the early 1970s, designer and pedagogue Victor Papanek banged his fist on the table of modern design and urged us to start designing “for the real world”. The days were now numbered for design in which form prevailed over function – for unsustainable design at the service of the market and not the user. The hermetic and elitist design world opened its gates, giving way to social, political and environmental concerns. Design had to be less individualistic and more collective. It could no longer continue being an exercise in aesthetic virtuosity at the service of a few wealthy consumers. From now on it was to be considered as a tool to start transforming an ever changing world. Designing for the real world presented us with a great challenge: firstly we had to understand people’s needs, possibilities, limitations and desires. Secondly, we needed to offer solutions to alleviate or improve their lives. As a consequence, the designer transitioned from practitioner to researcher – before designing for the real world, the designer had to understand it.
Many real worlds
With the distance of time, it is easy to dispute some of the ideas that underlie Papanek’s work, and we could quickly fall into complacency and point out the mistakes of the past. This is not the aim of this article. But, facing a crisis whose magnitude we can barely glimpse, it is important to think about what it will be like to design for the real world after confinement. We cannot stop wondering about the world that this pandemic will leave to us. Can we still think that there is only one world? Will we have to design for a broken world or for a world in which everything remains the same? Was our old normality leading us relentlessly into a world in danger of extinction? The real world that Papanek was telling us about is increasingly complex. Faced with the need to understand it, we have to accept that in each society, each geographical area, in each world, there are many worlds, many societies, many different realities whose interests will not always converge. There is no one real world; the world instead houses multiple worlds.
What I mean by this is that, as soon as we start to pay attention, we notice worlds crossed by power relations, very unequal living conditions, privileges, forms of poverty and precariousness. Human and animal societies. Societies of bacteria, private societies and corporations. Worlds marked by very different interests, in which the well-being of one social group, unfortunately, implies the discomfort of others. The excesses and privileges of humans have too often been at the cost of environmental degradation. Technological progress is paid for with the destruction of mineral resources. The world of tuna is different from the world of people with functional diversity. The world of migratory birds is different from the world of informal garbage collectors. The world of nursery schools is different from that of nursing homes. The world of those who have is completely different from the world of those who hardly have enough to eat. Paradoxically, these worlds are interconnected, united in ways that are twisted and difficult to imagine. We go from one universe to the pluriverse. It has been said that the flap of a butterfly’s wings, occurring at a given moment, could alter a sequence of events of immense magnitude in the long term. A bat from a Chinese market can affect the global economy. Learning to design for the real world implies learning to design for a plurality of interdependent worlds. We must stop seeing a fragmented world, our world, to be able to understand the links and tensions that structure a common world. A world, as the Zapatistas used to say, where many worlds fit. A world in which our actions will have consequences on the others’ worlds. A constellation of worlds that we have to learn to care for.
La película 24h Party People relata el auge y decadencia de una de las escenas musicales y creativas más importantes de finales del siglo XX. La escena de Manchester, que consagró a un número importante de bandas de clase trabajadora del norte de inglaterra. Grupos como los Happy Mondays, Joy Division, Stone Roses, Primal Scream, A Certain Ratio, New Order, etc. transformaron el imaginario social y cultural de la ciudad. La película empieza con planos reales de un concierto que dieron los Sex Pistols, el grupo punk londinense por excelencia en una sala de conciertos pública, el Lesser Free Trade Hall, al que tan sólo acudieron 42 personas. Programar ese concierto fue un acto de temeridad (jugársela por un grupo que sube al escenario borracho y se caga en la reina requiere valor) y un fracaso si tenemos en cuenta las entradas vendidas. Sin embargo el concierto fue el detonante para que se formaran muchas de las bandas cuya música aún podemos disfrutar. Casi todos los asistentes acabarían involucrados de una forma u otra en la escena musical de la ciudad. Es lo que tiene la cultura, por lo general no es razonable, no se rige por la razón, sin embargo es afectiva, genera afección. Contagia. Conmueve y por eso, transforma. Predecir las consecuencias que puede tener un actividad cultural requiere de una clarividencia que muchos desearían tener. Por eso tantas cosas salen mal, por eso es tan importante la experimentación cultural.
El crítico cultural marxista Raymond Williams escribió que la cultura genera “estructuras de sentir”, es decir, nos ayuda a dar forma a lo que sentimos de forma colectiva. Produce imaginarios compartidos que nos ayudan a hacernos cargo de la realidad. Transforma lo íntimo en materia común. Por eso existe tanto interés por hacerse con la hegemonía cultural. En hacerse con esa herramienta capaz de transformar el malestar en alegría, la esperanza en rabia, la desilusión en esperanza o la soledad en comunidad. Hay canciones que nos recuerdan al verano perfecto, cuadros que nos conmueven y no sabemos bien porque. Festivales que nos recuerdan a nuestros amigos o películas que nos ayudan a entender conflictos que no hemos logrado resolver. Las estructuras de sentir marcan el tono afectivo de los grupos sociales. Por eso, tomar decisiones en este momento de crisis, en este momento que el tono afectivo general es de bajón, requiere valor. Requiere tacto. Requiere cuidado, pero también requiere determinación.
Crear recuerdos colectivos, abrir horizontes de esperanza, hacer que esta crisis se viva de una forma un poco menos individual, es un regalo para esta sociedad entristecida, resentida y confinada. Seguro que programar conciertos, abrir espacios de cuidado y transformación, siempre se puede hacer mejor. Pero la cultura de Barcelona no puede estar supeditada a lo que opinen algunas voces que se piensan sector cultural. El interés general siempre ha tenido que asumir que no puede satisfacer a todos los intereses particulares. En este caso, voces que ni representan ni pueden hablar desde cierta colectividad. Se sienten legitimados porque se dedican a la cultura pero los argumentos que presentan suenan a veces muy interesados, a veces incluso un poco snob. Nadie puede saber cómo afectará al público una obra de teatro, una actuación de circo, como nos interpelará una canción. Por eso en cultura, a veces hay que tomar decisiones sin tener todas las certezas, sin contar con todos los datos, tomar decisiones desde el corazón. Arriesgarse a meter la pata, porque haga lo que se haga, para alguien siempre estará mal.
Si te pudiera mandar un mensaje, Ada, te diría gracias por pensar en nosotros. Gracias por pensar en nuestro bienestar. Por intentar cuidarnos y animarnos. Por hacer lo posible por que no vivamos este encierro en soledad. Por intentar abrir horizontes de deseo y de placer. Y cuando tomes decisiones, te ruego que seas valiente. Que lo hagas desde el corazón. Que recuerdes que hay muchas personas que no viven en las redes. Muchos ciudadanos/as que no soportan meterse en ese lodazal. Que hay mucha gente que sabe cómo deberían hacerse las cosas, pero por lo general sólo se dedican a opinar. En medio de una crisis, no me puedo imaginar a las y los sanitarios ŕenunciando a cuidarnos porque las condiciones para hacerlo no sean las óptimas. Que renunciaran a cuidar de nuestra salud porque las cosas se podían haber hecho mejor. Por eso salimos cada tarde a aplaudir su sentido de la responsabilidad. Creo firmemente que en este momento es importante convertir el resentimiento en alegría. Hay malestares que solo los quita un buen baile, y esta ciudad triste necesita un buen meneo, un poco menos de amargura, un poco más de amor. Creo que en cultura hay algo peor que hacer una cosa mal y recibir críticas por ello, y es dejar de hacer por miedo a quienes te criticarán. Gracias por intentarlo. La próxima vez saldrá mejor.
A principios de la década de los setenta el diseñador y pedagogo Victor Papanek dió un golpe en la mesa del diseño moderno y nos instó a empezar a diseñar “para un mundo real”. El diseño en el que primaba la forma por encima de la función, ese diseño insostenible que se ponía al servicio del mercado y no de los usuarios, tenía los días contados. El mundo del diseño, hermético y elitista, abrió sus puertas dando paso a preocupaciones sociales, políticas o medioambientales. El diseño debía de ser menos individual y más colectivo. Ya no podía seguir siendo un ejercicio de virtuosismo estético al servicio de unos pocos consumidores pudientes. A partir de ahora debía considerarse como una herramienta con la que empezar a transformar un mundo que estaba en plena ebullición. Diseñar para un mundo real nos presentaba un gran reto: en primer lugar había que entender las necesidades, posibilidades, limitaciones y deseos de las personas. En segundo lugar, ofrecer soluciones para paliar o mejorar sus vidas. Con esto el diseñador/a pasaba de hacedor/a, a investigador/a. Antes de diseñar para el mundo real, debía de entenderlo.
Muchos mundos reales
Con la distancia que nos da el tiempo es fácil impugnar algunas de las ideas que subyacen a la obra de Papanek. Rápidamente podríamos caer en la autocomplacencia y señalar los errores del pasado. No es el objetivo de este artículo. Pero, frente a una crisis cuya magnitud apenas podemos vislumbrar, es importante pensar en cómo será diseñar para el mundo real que nos vamos a encontrar al salir del confinamiento. No podemos dejar de preguntarnos ¿Qué mundo nos va a dejar esta pandemia? ¿Podemos seguir pensando que existe un sólo mundo?¿Vamos a tener que diseñar para un mundo roto o para un mundo en el que todo sigue igual? Nuestra antigua normalidad ¿Nos llevaba irrefrenablemente hacia un mundo en peligro de extinción? El mundo real del que nos hablaba Papanek se vuelve cada vez más complejo. Frente a la necesidad de entenderlo, hemos de aceptar que en cada sociedad, cada zona geográfica, que en cada mundo, habitan muchos mundos, muchas sociedades, muchas realidades diferentes cuyos intereses no siempre van a converger. No hay un sólo mundo real, el mundo alberga varios mundos.
En cuanto prestamos atención se nos desvelan mundos cruzados por relaciones de poder, condiciones de vida muy desiguales, privilegios, formas de pobreza y de precariedad. Sociedades humanas y sociedades animales. Sociedades de bacterias, sociedades anónimas y sociedades limitadas. Mundos surcados por intereses muy diferentes, en el que el bienestar de un grupo social lamentablemente implica el malestar de los demás. Los excesos y privilegios de los humanos en demasiadas ocasiones han sido a costa de la degradación del medio ambiente. El avance de las tecnologías se paga con la destrucción de recursos minerales. El mundo de los atunes es diferente del mundo de las personas con diversidad funcional. El mundo de las aves migratorias es diferente al de los recolectores informales de basura. El mundo de las guarderías es diferente al de las residencias para personas de la tercera edad. El mundo de los que tienen, es completamente diferente del mundo de quienes apenas tienen para comer. Paradójicamente estos mundos están interconectados, unidos de formas retorcidas y difíciles de imaginar. Pasamos de un universo al pluriverso. Ya se decía que el aleteo de una mariposa, acaecido en un momento dado, pueda alterar a largo plazo una secuencia de acontecimientos de inmensa magnitud. Un murciélago de un mercado chino puede afectar a la economía global. Aprender a diseñar para un mundo real, implica, aprender a diseñar para una pluralidad de mundos conectados entre sí. Hemos de dejar de ver un mundo fragmentado, nuestro mundo, para ser capaces de entender los vínculos y tensiones que estructuran un mundo en común. Un mundo, como decían los zapatistas, donde quepan muchos mundos. Un mundo en que nuestras acciones tendrán consecuencias en los mundos de los demás. Una constelación de mundos que hay que aprender a cuidar.
Diseño ontológico
La teórica del diseño Anne-Marie Willis en su artículo “Ontological Designing—Laying the Ground” argumentaba que en el diseño se produce un doble movimiento ontológico, los humanos diseñamos el mundo pero el mundo también nos diseña a nosotros. Cada proyecto de diseño tiene el poder de inaugurar un mundo de usuarios, de hábitos, de tendencias, pero también de perpetuar formas de discriminación, reproducir problemáticas existentes y perpetuar hegemonías sociales y políticas. Inventar el email es inventar un mundo con muchos mails que responder. La materialidad de los objetos de diseño hace que estos actúen sobre nosotros. Afecten y en ocasiones determinen nuestras conductas. Si el diseño es esa práctica que gira alrededor de la creación de objetos, mensajes, experiencias y sensaciones, podemos extrapolar fácilmente que las prácticas de diseño contemporáneo no tan sólo crean estos objetos, mensajes o experiencias, sino que contribuyen a crear los mundos en los que estos existen. Quien diseña un coche también contribuye a crear un o una conductora, una autopista y un atasco. Quien diseña un servidor contribuye a al aumento del calentamiento global. En este contexto de crisis no arriesgamos mucho demandando que las prácticas de diseño sean capaces de imaginar y hacerse cargo de los mundos que ayudan a crear. Diseñar es contribuir a desplegar mundos. A fijar presentes. A inaugurar futuros. A facilitar vidas que están por acontecer. Hacernos cargo de estos mundos, es empezar a diseñar para un mundo que aún no es real, pero que puede serlo. Diseñar es aceptar el reto de la responsabilidad. Para eso es necesario consensuar en qué tipo de mundos queremos habitar. Es decir, hacer política.
Política y diseño
Desde hace ya algunos años hay quien nos avisa que los humanos nos hemos creído que el mundo nos pertenecía. Que éramos la especie que estaba por encima de las demás. Que hacíamos política de forma egoísta. Tomábamos decisiones como si estuviéramos sólos en este planeta, como si no hubiera un mañana. Como si todo fuera a ir siempre bien. Bruno Latour en su momento nos instó a diseñar un “parlamento de las cosas” para obligarnos a hacer política teniendo en cuenta los intereses de los humanos y de los no-humanos. Escuchando y respetando necesidades, agencias y propensidades no humanas. Un parlamento más plural en el que los que hacen discursos no tomen decisiones sobre los que hacen cosas. Un parlamento para darle voz a los seres con los que compartimos planeta y con los que sólo tenemos una relación instrumental. Nos decía que es necesario aprender a tomar decisiones teniendo en cuenta las opiniones y necesidades de quienes no saben expresarse como nosotros, los que no tienen la facultad de hablar. Atender y trabajar con el mundo biológico y geológico que hemos tendido a ignorar. ¿Tiene sentido planificar urbanizaciones sin tener en cuenta los cauces de los ríos y rieras sobre las que se van a edificar?¿Establecer políticas de pesca sin entender los ciclos de reproducción de las especies que vamos a esquilmar?¿Contaminar la biosfera para que nos podamos desplazar con mayor velocidad?¿Podemos diseñar ciudades sin tener en cuenta los cuerpos de los más vulnerables, los cuerpos de quienes no se va a dedicar a producir?¿Debemos diseñar artefactos sin tener en cuenta la vida social de todos los elementos que los van a componer? Este parlamento de las cosas, parece que se va a quedar pequeño. Cada vez se despliegan más mundos, más intereses, más entidades, más agencias. Está claro que la política de los humanos para los humanos, tiene poco que aportar.
En una línea similar Isabelle Stengers nos instaba a hacer “cosmopolítica”, es decir, explorar formas de política que tengan en cuenta la pluralidad de agentes a los que afectan las decisiones que se van a tomar. Hacer política pensando tanto en los beneficiados como en los perjudicados de las decisiones que se tomen. Hacer política con los expertos y los profanos, con los políticos y con los payasos. Políticas plurales para mundos cada vez más complejos. Política teniendo en cuenta las comunidades de afectados que van aflorar con cada decisión que se tome. Por eso es interesante preguntarse si se puede hacer diseño cosmopolítico. Si se puede diseñar invitando y habilitando mecanismos para que las comunidades de afectados, los seres no-humanos y los sujetos menos favorecidos, se puedan expresar. Diseñar en plural. Diseñar en comunidad. Diseñar invitando, no decidiendo por los demás. Diseñar ya es hacer política.
Eso implicaría diseñar dejando de lado el interés particular. Diseñar para un mundo un poco más común. Diseñar sin creer que el planeta nos pertenece. Que muchos de los seres y especies que nos rodean se sienten amenazados por nuestro bienestar. ¿Podemos diseñar aviones y rutas comerciales sin pensar en los virus que van a contribuir a movilizar?¿Podemos diseñar sistemas de salud pensados sólo para quienes se los puedan costear?¿Podemos diseñar colecciones de moda pensando en que todos los materiales que usemos deben de poder producirse a escala local?¿Podemos diseñar recetas que no impliquen una red de importación y exportación de alimentos a escala global? Cada diseño moviliza mundos, reproduce privilegios y formas de desigualdad. Diseñar es hacer política a través de los artefactos, de las cosas que ponemos en circulación. Diseñar es materializar relaciones de poder. Diseñando se ponen en acción diferentes formas de política, políticas materiales, políticas tecnológicas, políticas del amor.
Venimos de una era histórica fuertemente marcada por el individualismo. Venimos de un sistema de mercado, el capitalismo de corte neoliberal, basado en la competición entre sujetos y la explotación extractiva de recursos sin pensar en las repercusiones que esto va a tener. ¿Debería el diseño de mañana perpetuar este modelo productivo?¿Queremos que el mundo real de mañana sea igual al que teníamos ayer?¿Nos podemos permitir sostener lo que hace apenas unos días llamábamos normalidad? Yo creo que no. Intuyo que debemos dejar de diseñar siguiendo los intereses particulares para hacerlo desde una conciencia un poco más global. En ese sentido ¿Tiene sentido seguir pensando que somos sujetos individuales que deben maximizar sus beneficios a base de minimizar las ganancias de los demás? Aceptar que el malestar, la tristeza o la inseguridad de los otros nos afectan, es empezar a aceptar que nuestras conciencias están más entrelazadas de lo que podría parecer. Que nuestras vidas están embrolladas con las vidas de los demás. Que hemos convertido un sesgo cognitivo, pensar que somos individuos independientes, en una forma de relacionarnos con una realidad. Somos seres que afectamos y nos dejamos afectar. Estamos cruzados por energías que a veces compartimos y a veces podemos bloquear. La tristeza es contagiosa igual que lo es la felicidad. Salir de la consciencia individual para empezar a diseñar pensando en una consciencia más grande, más intersubjetiva, más generosa, es una buena forma de empezar a romper con la tiranía del egoísmo de la individualidad.
Diseñar para mundos cada vez menos modernos
Estamos pasando de un mundo lineal y piramidal a una multitud de mundos caóticos y horizontalizados. Estamos pasando de usar categorías binarias (hombre/mujer, natura/cultura, razón/emoción, centro/periferia, norte/sur, blanco/negro, bien/mal), a necesitar matices, escalas y nuevos términos para comprender la realidad. Estas formas de pensar/ordenar el mundo heredadas de la modernidad dieron pie a disciplinas de conocimiento estancas con las que aún tenemos que lidiar. Saberes muy especializados que eran incompatibles entre sí. Frente a la complejidad de lo que estamos viviendo no hay disciplina de conocimiento en la actualidad que pueda entender todas las facetas e implicaciones a resolver. Por ello necesitamos deshacernos del pesado yugo moderno para elaborar saberes indisciplinados y promiscuos, capaces de abordar este embrollo desde la humildad y la incertidumbre. Diseñar desde la crítica y desde el amor. Aceptar que esta crisis va a afectar a los seres humanos y no-humanos de formas muy diversas y desiguales. Que el bienestar de un grupo social puede ser el orígen de las desventajas de los demás. La solución a un problema puede ser el inicio de un nuevo malestar. Que lo que es un problema para los humanos, es una bendición para las aves. Lo que se presenta como un problema económico a su vez tiene tiene consecuencias positivas para el medio ambiente. Que si no nos organizamos, de esta crisis saldrán muchos perdedores y un puñado de ganadores. Que se va a extender la pobreza y concentrar la riqueza. Ya no podemos plantear preguntas o debates que sean lineares, hemos de aprender a trabajar desde la complejidad, con problemas retorcidos cuya solución será siempre provisional. El diseño que transforma tiene una misión: aprender a habitar la complejidad sin renunciar a prototipar y experimentar soluciones parciales. El diseño ha de olvidar sus certezas, atreverse a titubear. A trastear. Perder su arrogancia para así aproximarse a los problemas sin tener garantías de poderlos solucionar.
Llevamos demasiados siglos pensando que somos seres independientes del medio en que vivimos. Nos vemos como sujetos autónomos cuyas vidas no afectan a las de los demás. La idea del sujeto liberal, autónomo e independiente ha calado hondo en nuestros imaginarios. Sólo aceptando que somos frágiles, vulnerables, que nuestros cuerpos enferman y necesitan cuidados, podemos empezar a terminar con la ficción de la individualidad. No hay persona que no sea un sistema de diferentes entidades. Que no contenga genes de otros seres. No hay sujeto que no sea una trama densa de seres y necesidades. No hay humano sin oxígeno que respirar. No hay sujeto sin agua que beber. No hay persona sin su flora y fauna bacteriana. No hay humano que resista dejar de comer. Nadie nace sin que otras personas existieran antes que ella o el. Aceptar que somos interdependientes es el primer paso a cambiar de una consciencia individual a una colectiva. Para dejar de pensar que somos especiales a entender que en el planeta tierra somos un animal más. Audre Lorde nos recuerda que “Sólo en el marco de la interdependencia de diversas fuerzas, reconocidas en un plano de igualdad, pueden generarse el poder de buscar nuevas formas de ser en el mundo y el valor y el apoyo necesarios para actuar en un territorio todavía por conquistar”. La interdependencia no resta agencia, sino es la base de nuestro poder. Somos fuertes porque siempre fuimos multitud. Sólo aceptando que nuestra fuerza de ser, proviene de la capacidad de ser en común, vamos a poder reunir la suficiente energía como para transformar la realidad. El diseño que no sea capaz de dar cuenta, de trabajar a partir de esta interdependencia es un diseño condenado a repetir un paradigma del que es necesario escapar. El diseño individualista, de autor, que no tiene en cuenta las necesidades de la comunidad, es un diseño nostálgico, que añora un pasado en el que se pensaba que el individuo era más importante que el interés general.
Cuando salgamos debemos elaborar prácticas de diseño que partan de la premisa de que sin cuidados no hay bienestar. Sin salud no hay vida. Que los cuerpos hábiles y fuertes no son la norma sino la excepción. Que somos todos mucho más frágiles de lo que nos gustaría creer. Esta pandemia nos recuerda que somos mucho más responsables del bienestar de los que nos rodean de lo que nos gustaría tener que asumir. Nuestras acciones e imprudencias pueden matar a la persona que tenemos al lado, a las personas que más queremos. Nuestro egoísmo, vivir siguiendo el interés individual, es el vehículo por el que se mueve una capacidad de destrucción sin parangón. Cuidar implica perder libertad. Es no ir a la segunda residencia en semana santa, es limpiarnos las manos con frecuencia, es no poner en riesgo la vida de los demás. Diseñar con cuidado, desde los cuidados, desde la responsabilidad ya no es una opción, es la única vía a seguir. Diseñar cuidando a las personas, a los seres no-humanos, al medio ambiente, a nosotras mismas/os, a las diferentes realidades con las que vamos a interactuar.
Un presente con muchos futuros
Decía Walter Benjamin que todo documento de cultura antes o después, terminará siendo un documento de barbarie. Cualquier libro, película, canción, con el paso del tiempo nos revelará las formas de desigualdad, las formas de violencia, los privilegios y las formas de discriminación, que en otra época eran lo normal. Lo que para una generación eran signos de libertad, aparecerán como formas de coerción para la generación que vendrá. Esta crisis ha hecho que los objetos de diseño que hace unos días nos parecían interesantes, nos parezcan fruto de la más absoluta banalidad. Y es que el mundo real para el que diseñamos ayer ha dejado de existir. Lo que antes parecía importante, ahora se revela como un ejercicio de narcisismo exhibicionista. Los problemas a los que nos enfrentábamos ayer serán diferentes a los que nos encontremos hoy. El diseño que hace unos días parecía relevante ahora es completamente superfluo. El mundo que ayer parecía sólido, hoy parece irreal. Cuando salgamos de este confinamiento nos vamos a encontrar un mundo en el que va a faltar mucha gente. Un mundo afectado por una crisis económica y social brutal. Un mundo asolado por la tristeza y el dolor. El diseño ya no puede permitirse caer en la nostalgia de lo que una vez pudo ser. No puede dedicarse a especular con futuros que tal vez no serán. El diseño requiere presencia. Nos obliga a atender, entender y cuidar. A establecer conexiones y vínculos. A poner nuestra energía, inventiva y creatividad en diseñar nuevos presentes. A ahondar en mundos cada vez más complejos, más plurales, más justos, más sutiles, más interdependientes, más humildes, mas compartidos. Nos toca diseñar una constelación de presentes que empiecen a hilvanar un mundo un poco mejor.
Me preguntaba recientemente un conocido, no sin cierta sorna, porque consideraba yo que habían desaparecido o se habían malogrado muchos de los planes y proyectos de incentivo de la participación cultural, de los que tanto se hablaron tan sólo hace unos años y que habían puesto en marcha responsables de las áreas de cultura de diferentes ciudades del Estado.
Y es que a pesar de algunos casos de éxito (importante destacar el reconocimiento al proyecto de La Harinera de Zaragoza con el Eurocities Awards 2019), muchos de las consultas, planes de participación, consejos ciudadanos para la cultura o programas de apoyo a la participación, parece que se han ido quedando olvidados en cajones administrativos o entre los pliegues de programas políticos por realizar. Aunque el derecho a la participación cultural es un derecho que debería estar garantizado constitucionalmente (para una explicación más exhaustiva sobre los derechos de acceso a la cultura ver el magnífico artículo de Sergio Ramos Cebrián), parece que cada vez queda más lejos el ideal de una sociedad participada por proyectos de base comunitaria o proyectos políticamente autónomos nacidos para evidenciar la incapacidad de lo público para responder de forma generosa a su mandato de trabajar para el interés general desde una perspectiva democrática.
Partimos de la certeza de que un Estado democrático avanzado es una sociedad en la que la ciudadanía tiene un papel activo en la toma de decisiones sobre asuntos que la afectan. El Estado social, de esta forma, ha de facilitar la creación de mecanismos para escuchar y poder hacerse cargo de demandas y necesidades sociales, pese a que en muchos casos pueden resultar conflictivas o incluso antagonistas. La capacidad de negociar con la discrepancia nos dará indicadores claros del grado de democratización de una sociedad específica. Las instituciones, que deben garantizar estar al servicio de la mayoría de los ciudadanos, necesitan aprender a escuchar y trabajar con demandas nacidas a raíz de preocupaciones o malestares sociales. Es esta negociación y cooperación la que denominamos participación.
Uno de los grandes problemas que hemos visto estos últimos años es que se han multiplicado las consultas y redactado planes de políticas culturales públicas con llamamientos a la participación, pero en muy pocos de estos casos estos espacios o planes eran de carácter vinculante. Se llamaba a participar pero no había forma técnica de hacerse cargo de las expresiones del malestar ciudadano. Se escuchaba pero no había forma prevista para ver cómo una demanda, queja o necesidad, era acogida, trabajada y transformada en un cambio político o administrativo. Se invitaba a la autoorganización sin contar con mecanismos para hacerse cargo y respetar las decisiones tomadas fuera de la institución.
Se nos dibuja así una Administración a la defensiva. En ocasiones incapaz, por su rigidez, de facilitar las legítimas demandas del derecho a la participación. Y poco atenta o sensible a las condiciones materiales de los demandantes. No nos engañemos, para la ciudadanía la participación es cara, requiere de tiempo y atención, y no tardaron en salir colectivos y ciudadanos desengañados, que percibían que las consultas tenían más de performativo que de herramienta de inclusión política. Procesos de participación que no llevaban a sistemas más abiertos de deliberación o toma de decisiones, se percibieron como pantomimas de lo democrático. Nuestro primer aprendizaje fue, que si no hay cesión de poder, la participación es un simple enunciado.
Muchas de estas consultas o planes, si bien nacieron bienintencionados, se chocaron con una realidad social imprevista, apenas hay organizaciones de carácter cultural que no tengan un carácter sectorial capaces de expresar y acompañar la materialización de sus demandas. Si bien es verdad que existe ciertas organizaciones que representan los intereses de la patronal, las voces de los trabajadores/as de la cultura apenas tienen lugares de expresión. Así progresivamente, la participación pasó de buscar cómo cambiar estructuralmente el sector de la cultura, a convertirse en espacios para la opinión sobre contenidos de estructuras o instituciones ya existentes. Es una participación tímida, puesto que el cambio de contenidos no tiene correlación con la mejora institucional o estructural de un sector, la participación en este caso, era un pasatiempo caro para quienes se podían permitir no estar trabajando en sus proyectos.
Muchos ayuntamientos y organismos públicos adolecieron de la falta de preparación y formación técnica necesaria para generar y acompañar procesos participativos. Si bien es verdad que en algunos casos eso propició la entrada de empresas especializadas en mediación cultural, fueron muchos los casos que estas iniciativas se hicieron de forma bruta y temeraria. Gran parte de las demandas o necesidades ciudadanas se toparon con límites burocráticos o administrativos que no se supieron resolver. La administración, diseñada para funcionar de arriba-abajo apenas tenía mecanismos para entender y gestionar el abajo arriba. Asuntos legales, incertidumbre sobre competencias, falta de previsión o incapacidad para asignar presupuestos torpedearon o ralentizaron algunos de los procesos participativos más interesantes. La incapacidad para ver resultados o los contratiempos técnicos constantes lograron disuadir incluso a las organizaciones más fuertes de ejercer su derecho a la participación.
Por otra parte, en ocasiones la ciudadanía se encontró con responsables técnicos con muy buena formación, pero con una desconfianza absoluta en la capacidad de organización ciudadana. En otros casos, desde cultura faltó atender al bagaje de otras áreas de la propia administración con mejor tradición y preparación en este tema. Una administración acostumbrada a tutelar a las personas, estaba poco preparada mentalmente para aceptar ser guiada por necesidades impuestas desde abajo. De esta forma las demandas legítimas fueron obstaculizadas con principios legales. Con normativas que no se querían leer con generosidad. Con impedimentos técnicos. Con desconfianza y reticencias.
La tensión legalidad-legitimidad ha sido uno de los problemas políticos más importantes que se han encontrado los llamados gobiernos del cambio, y poco han podido hacer para revertir una relación de poder que claramente tendía a infantilizar y menospreciar la capacidad de organización social. Pese a que muchas personas estaban ejerciendo su derecho a participar en la vida cultural de sus ciudades, políticos poco audaces se parapetaron tras requerimientos administrativos, técnicos, legales y jurídicos, para evitar complicarse la vida gestionando el disenso cultural. Esto se podría resumir con el famoso, -Muy interesante esto que decís chavales, ¿por qué no montáis una asociación para que os podamos convocar y hablarlo?.
Es una buena noticia constatar que durante estos últimos años la noción de precariedad ha saltado de los ámbitos más activistas al mainstream cultural, en parte debido al maravilloso libro de Remedios Zafra. Lamentablemente, por mi experiencia, la precariedad se ha convertido en una muletilla que justifica conductas, pero no llama a cambiarlas. La precariedad ha servido para justificar que primaran los intereses personales sobre los comunitarios, que personas ocuparan cargos de compañeros destituidos de forma injusta, o que comportamientos poco solidarios se justifiquen debido a la precariedad económica de la persona. Así, la precariedad sirve para explicar porque en cultura hay tanto free rider, pero la consciencia de esta precariedad no ha servido hasta el momento y contando excepciones muy específicas, como estímulo para organizarse y empezar a combatirla. De igual forma, es importante notar que las instituciones que convocaban a la participación ciudadana, no siempre han tenido en cuenta la precariedad económicamente de muchos ciudadanos y ciudadanas, organizando sesiones en horarios imposibles, sin servicio de guardería, sin medidas para garantizar la asistencia de personas con diversidad funcional o psíquica, etc. Esto a la larga ha contribuido que quienes participaban se parecieran demasiado sociológicamente a quienes convocaban.
Por último y de forma más importante, no es casualidad que el nacimiento de las políticas culturales tenga que ver con la necesidad de los Estados por integrar y mitigar formas de conflictividad social. La cultura es ese bálsamo que puede calmar antagonismos y normalizar tensiones sociales. Reducir conflictos sociales y armonizar a la ciudadanía. Siguiendo esta lógica de la cultura como recurso, de nuevo, hemos visto en estos últimos años como muchos de los programas se han usado para intentar acallar o neutralizar disidencias o tensiones políticas. Repartiendo juego, dando visibilidad o realizando encargos monetarios específicos a sujetos con una marcada trayectoria crítica, la participación ha servido para apaciguar descontentos. Ha servido de herramienta política para mitigar conflictos.
Decíamos que la participación cultural es un derecho de la ciudadanía y no un mecanismo de gestión de la disidencia. Para evitar que la participación devenga un recurso al servicio de la gubernamentalidad, es importante aprender y diseñar formas para incentivar la participación incluso de quienes tensionen, cuestionen o antagonicen con las instituciones públicas. Cuando la participación sirva para negociar espacios de poder y no como un proveedor de contenidos para programas públicos, estaremos cerca de este objetivo de democratizar nuestras instituciones ejerciendo nuestros derechos.
Artículo originalmente publicado en la revista Nativa, Febrero 2020
Artículo original publicado en el CCCLAB, en febrero de 2018
La relación entre los memes y la política no es cosa menor; dicho de otra manera, es cosa mayor. Para entender su relevancia, antes es necesario que nos detengamos a reflexionar sobre una realidad de suma importancia: la tensión que surge entre la política y lo político. Esto, que podría parecer un mero entretenimiento lingüístico, un juego de palabras, no lo es. Con Chantal Mouffe y su libro En torno a lo político1. hemos aprendido que «la política» y «lo político» son dos conceptos muy diferentes que implican esferas de acción y juegos de poder muy diferentes. La política es una tecnología muy bien articulada. Votos, urnas, campañas, micrófonos, parlamentos, elecciones, informes, estadísticas, instituciones, trajes, atriles, etc. se aglutinan para producir el ámbito de la política. Es la normalización de los debates políticos. La política tiene mecanismos de validación, de reconocimiento y de exclusión. Normas e instituciones públicas. En cambio lo político es un poco más salvaje. Lo político es todo aquello que nos afecta, las tensiones y antagonismos que cruzan nuestras vidas. Preocupaciones, malestares, anhelos que cruzan el campo social y determinan nuestras vidas. Lo político es la materia bruta de la política. Son las tensiones que va recogiendo la política para encauzarlas en debates, espacios, normativas y lenguajes. Lo político tiene que ver con cuerpos; la política, con palabras.
Podemos aventurar que una democracia no se encuentra muy bien de salud cuando la correa de transmisión que vincula la política con lo político deja de funcionar. Cuando está rota. Cuando las tensiones y los antagonismos que cruzan el cuerpo de las personas no llegan a los oídos de los estamentos políticos. Cuando el malestar no se recoge o simplemente se ignora. Cuando los asuntos de lo político no se asumen desde la política. Saber transformar estos malestares, los antagonismos, en preocupaciones o en temas para la política es una de las tareas más complejas para lo político. Saber elevar lo que podrían parecer problemáticas particulares a un problema que afecta al conjunto de la sociedad. No hay un método o fórmula única para traducir lo político a asuntos para la política. ¿Cuántas mujeres han de ser asesinadas al año para convertir el fenómeno de la violencia machista en una preocupación real para la política?¿Cuántos turistas han de orinar en la calle para que el turismo se transforme en un asunto a tratar?¿Cuál es el número exacto de parados que hace que el fenómeno del paro se vuelva una preocupación para la política? En el siguiente artículo nos vamos a detener a explorar ese espacio liminar que emerge entre la política y lo político. Entre los malestares y los asuntos de la política. Entre los movimientos sociales y los partidos políticos. Entre el anhelo y la institución. Es en este espacio indeterminado en el que se cuecen los memes.
Los espacios de mediación o mecanismos de traducción de lo político en asuntos para la política son variados y no siempre funcionan. Históricamente diferentes dispositivos han cumplido esa función: grupos de presión, acumulaciones de firmas, acciones de desobediencia civil, manifestaciones, acciones poéticas, lazos en la solapa, ocupaciones de espacios de representación, etc. Todos ellos constituyen estrategias y dispositivos que pueden contribuir a transformar las formas de antagonismo y de malestar que cruzan lo político en asuntos para la política. Lamentablemente, no siempre funcionan. Tensionar la política no es fácil. Germán Labrador, en su libro Culpables por la literatura, nos cuenta que durante la transición, cuando la democracia del Estado español se estaba fraguando, no estaba muy claro cuáles eran los mecanismos para elevar las preocupaciones sociales y así convertirlas en asuntos para la política. Por ello, las paredes y muros asumieron un papel importante en este ejercicio de mediación. Eran los lugares en los que el malestar individual podía transformarse en un asunto público. Según el autor, «las pintadas fueron un lugar de representación de la ciudadanía emergente». 2 «OTAN no, bases fuera», «Llibertat, amnistia, Estatut d’autonomia», «Menos rey, más cultura», «Pisos sí, chabolas no», «Los partidos políticos son los condones de la libertad».3. Así, el grafiti se podía entender como «cauce de expresión de una opinión ciudadana directa, que ha sido excluida en el desarrollo de los acontecimientos políticos que van a conducir en primavera a la primeras elecciones democráticas».4 Cuando los canales que vinculan lo político y la política no están claros, se inventan. Cuando están saturados, se desbordan.
A mediados del siglo pasado dos prominentes analistas culturales acometieron un ataque demoledor contra los modos de producción de la cultura de masas. Max Horkheimer y Theodor Adorno, dos de los integrantes de la denominada Escuela de Frankfurt, pusieron patas arriba lo que denominaron como la industria cultural. Estos artífices de la teoría crítica hilaron fino. A diferencia de la teoría tradicional, que consideraba que los objetos de análisis estaban esperando a ser entendidos por observadores imparciales y objetivos, la teoría crítica insiste en explicitar que todos los fenómenos que se analizan son el resultado de procesos sociales, por eso, reproducen las formas de discriminación y las relaciones de poder bajo las que se han creado. Si la teoría tradicional quiere entender cómo son las cosas, la teoría crítica intenta entender cómo han llegado a ser. Por eso la teoría crítica no pretende hacer análisis imparcial y objetivo, sino situado y político. La teoría crítica nace para evidenciar la ideología que se esconde tras las cosas para así, incitar a cambiar nuestra relación con ellas.
Cuando estos dos autores, de origen judío, escaparon de la Alemani nazi para refugiarse en EE.UU no tardaron en constatar que los mismos medios que habían utilizado los seguidores del Führer para extender y normalizar sus ideas, se estaban usando en su nuevo hogar para imponer el capitalismo y el consumismo. La radio, el cine, la televisión, la música o la literatura que en Alemania estaban plagadas de mensajes nacionalistas y antisemitas, ahora estaban repletos de estereotipos, mensajes, ideas e imágenes que incitaban a consumir. Lo que parecía simple entretenimiento era un medio de adoctrinamiento para las masas. La cultura, que podía ser un medio para reflexionar sobre la realidad y abrir nuevos imaginarios y formas de entenderla, se había puesto al servicio de una ideología muy concreta. De esta forma denominaron como Industria Cultural, al sistema de engaño de masas que se estaba consolidando en los EE.UU y que se había puesto al servicio de la ideología capitalista. La cultura seriada, racionalizada e industrializaba, repetía una y otra vez mensajes insulsos e imágenes aparentemente dóciles que escondían su verdadero mensaje. Así la teoría crítica empezó a sospechar de la cultura. Detrás de las inocuas melodías pop se esconden mensajes que normalizan el amor romántico, el consumismo y la sumisión de la mujer al hombre. Las novelas policíacas ligeras justifican la explotación y el orden social, castigando al lumpen y encumbrando a las fuerzas del orden. El cine no reproduce la realidad sino que genera los escenarios de deseo a los que las masas deben aspirar. La industria cultural te la cuela.
Adorno y Horkheimer irían incluso más lejos argumentando que el propio modo de producción de la cultura, las condiciones de trabajo de los agentes culturales, los tiempos de producción, los formatos, los canales de distribución, etc. hacen que pese a que el objeto cultural pueda parecer emancipador, lleva ya inscrita una forma de política que reproducirá a su pesar. Se adelantaron así al famoso enunciado “el medio es el mensaje” que más tarde proclamó McLuhan. El problema no son los contenidos sino el modo de producción. El capitalismo implica un modo de producción social que se normaliza e integra en sus productos, limitando así y definiendo, la ideología de los propios productos. Trabajar precariamente, con tiempos cortos, urgencias de todo tipo y con la imposición de generar productos lucrativos, marcará la forma de estos objetos culturales. Difícilmente podrán crearse objetos culturales con capacidad de transformación social si se inscriben en los modos de producción acelerados y los formatos de consumo rápido que marca la industria.
Para escapar del influjo de la industria cultural, Theodor Adorno, de forma controvertida defendía el arte autónomo. Es decir, el arte que sólo existe para sí mismo. Para este autor el arte más político no es aquel que contiene los mensajes más explícitos sino el que escapa del marco ideológico imperante. No sirve de nada hacer una película crítica con Hollywood siguiendo su mismo modo de producción, al final sus beneficios terminan revirtiendo en los mismos estudios que critica. El arte político es aquel que se crea de forma autónoma, que sólo buscar reflexionar sobre sí mismo. Que pone la experiencia estética en el centro. Que escapa de las tramas de producción convencional y abre la posibilidad del vacío, de la experiencia incierta, de la estupefacción. El arte que pone la experiencia estética en el centro y cuyo mensaje, en el caso de tenerlo, no es del todo ininteligible. Así Adorno abre la sospecha tanto a los productos culturales de consumo masivo como a aquellos productos que se presentan como politizados. En cambio defiende que la búsqueda de la belleza por la belleza, puede ser tan desconcertante, que tiene la capacidad de generar experiencias y sentimientos inauditos, inesperados, contradictorios. Sentimientos que llevan a la persona a buscar otros horizontes, otras formas de sentir y vivir la vida. Paradójicamente, en su defensa del arte autónomo parecía que Adorno escapaba de la cultura de masas para defender la alta cultura. La música clásica, la literatura de vanguardia, una cultura elitista al alcance de unos pocos.
Recientemente me vinieron a la cabeza estos debates viendo una de las apariciones del magnífico Miguel Noguera en el programa La Resistencia, conducido por David Broncano. Este es un programa financiado por una compañía telefónica y que se puede ver en un canal de pago, o alternativamente, en Youtube. Es decir, es pura industria cultural. Pero algo pasó. Laura Pausini, que ese día estaba invitada al programa, tras dar paso a Noguera se retiró de la escena. La cámara pasó de un plano general a enfocar el suelo de la entrada del escenario. Por allí, pintado de azul y embutido en una suerte de saco de dormir, aparece Noguera, arrastrándose cual gusano por el escenario. El tiempo televisivo se ralentiza. Noguera avanza a trompicones. Nadie dice nada. Las risas dan paso a la incertidumbre. Noguera aguanta la mirada de un público cada vez más incómodo. Silencio, risas nerviosas. El público no sabe bien a dónde mirar. Noguera sonríe sin moverse del suelo. Tres minutos de silencio. Demasiado violento como para ser entretenimiento. Demasiado bufo como para ser arte. Demasiado extraño para ocultar la ideología. La televisión se va rompiendo. No hay formato que defina lo que está pasando. Si fuéramos perezosos tirariamos de adjetivos trillados: surrealista, absurdo, una paranoia etc. Pasan tres minutos de silencio. Es abrumador. Tanto, que la televisión no aguanta y la acción se cierra con un gag malo, sale un fumigador y cubre de polvo blanco a Noguera. Al poco Broncano aparece en escena y cierra, aplausos de alivio. Normalidad.
Me gustaría pensar que esos minutos de incertidumbre se parecen un poco a lo que Adorno llamaba arte autónomo. Arte que no sirve para nada. Suficientemente abierto como para resultar desconcertante. Demasiado corto como para cambiar las reglas de juego. Suficientemente largo como para abrir nuevos imaginarios sobre lo que puede llegar a ser la televisión. Demasiado raro como para devenir formato y repetirse. Claramente indeterminado, chiste, gag, performance, acción poética, entretenimiento, chaladura. Por unos segundos los espectadores no teníamos a dónde agarrarnos, no teníamos los referentes para que fuera una experiencia del todo cómoda. El silencio televisivo como elemento subversivo. El falso gag como suspensión de la ideología del canal. Quien sabe, tal vez fuera un simple chiste sin mucho más. Igual esto es lo que tenía en mente Adorno cuando defendía el arte autónomo. Igual no.
En política la línea que separa las buenas intenciones de la negligencia puede ser muy fina. Seguramente el primer responsable político que construyó un aeropuerto provincial esperando que con ello se dinamizara la vida económica y turística local lo hizo con la mejor de las intenciones. La decisión de seguir abriéndolos, a sabiendas que ni el primero, ni el segundo ni el tercero habían logrado sus objetivos, sin duda nos lleva a pensar más en comportamientos negligentes. La siguiente persona en abrir un aeropuerto sin aviones en el Estado español debería ir directamente a la prisión. Lo más doloroso de estos comportamientos negligentes es que ningún cargo político se juega su propio dinero, siempre se cometen utilizando el dinero público, el de todos. Siempre nos precarizan un poco más.
En el año 1997, cuando el gobierno británico decidió poner en marcha un ambicioso programa de promoción de las industrias creativas lo hizo a través de una fórmula, que en aquellos momentos resultaba novedosa. Decidió promover este nuevo sector a pesar de no tener datos contrastados de que el proyecto pudiera funcionar. Es lo que en política se llama “non-fact based policies”, o políticas no basadas en hechos reales. Para poner en marcha el plan se basó en estimaciones y en predicciones. La idea de que la cultura puede ser un potente motor económico es una construcción ideológica, no una realidad empírica. Una década después de su inauguración, NESTA que fue una de las instituciones creadas para impulsar el crecimiento de las industrias creativas decidió cambiar de rumbo y se rebautizó como impulsora de la innovación social. Lamentablemente la disparidad entre los resultados de sus acciones y las estimaciones era demasiado grande como para mantener el rumbo fijado inicialmente. Las empresas culturales no crecían en tamaño, no se creaba empleo sino autoempleo, como sector era frágil y demasiado vulnerable a los vaivenes económicos. El modelo se desestimó.
Probablemente sea un cierto complejo de inferioridad lo que nos mueva a desear lo que tienen los demás. Durante la primera década del siglo XXI en el Estado español se decidió apostar por las industrias culturales como motor de crecimiento urbano y regional. Tuve la suerte de poder entrevistar a numerosos responsables políticos y directivos de agencias de promoción de las industrias culturales. El Gabinete de Iniciativa Joven en Extremadura, el Proyecto Lunar en Andalucía, el Instituto Andaluz de las Industrias Culturales, la Unidad de Industrias Culturales creada en la Empresa Pública de la Consejería de Cultura de Andalucía, el Institut de Industrias Culturals de Catalunya, Lan Ekintza en Bilbao, Vivernet en Extremadura, etc. son algunas de las iniciativas que pude conocer de primera mano. Una rápida búsqueda de Google podrá confirmar que muchas de estas iniciativas o han dejado de operar, o han cambiado drásticamente de rumbo. La única clara superviviente es el ICIC en Catalunya, que tras un controvertido cambio de dirección decidió bajar su ambición, estaba claro que se habían quedado muy lejos de crear industrias culturales, y reapareció como Institut Català de les Empreses Culturals. Los números cantan, la gran mayoría de planes de promoción de las industrias culturales en el Estado español han fracasado. Tampoco tenemos ningún indicador que apunte que las actuaciones de las respectivas iniciativas haya contribuido a mitigar o poner freno a la precariedad laboral del sector cultural.
Al fracaso de los planes e institutos de promoción se une el de los proyectos grandilocuentes con los que se quería vertebrar la industria cultural. La Ciudad de la Luz, el megaproyecto que se creó para impulsar el sector audiovisual y del cine en Alicante y que recibió 265 millones de euros de inversión pública, inauguró en 2005 y fue finalmente clausurada en 2014 tras un estrepitoso fracaso. En 1999 se inició la construcción de la faraónica Ciudad de la Cultura de Galicia, cuyas obras, a día de hoy siguen paralizadas. A medio construir, con 300 millones de euros gastados y sin un claro horizonte de futuro, las instituciones que se lograron inaugurar ranquean y buscan un público que no termina de llegar. LABoral Centro de Arte y Creación Industrial, fue la cabeza de lanza de un proyecto de crear la Ciudad de la Cultura de Gijón, tras una década de inyecciones generosas de dinero público, apenas logra mantener abierta su sede, con presupuestos deficitarios desde hace ya casi una década y una falta de certeza en torno a su continuidad. La cultura también tiene sus aeropuertos sin aviones, y muchos de ellos nacen en torno a la idea de que lo que nos va a salvar es la industria cultural. La realidad es que son fábricas de precariedad.
Decíamos que la línea que separa las buenas intenciones de la negligencia en política es muy fina. De nuevo nos encontramos frente a una administración que ha decidido invertir el dinero proveniente de nuestros impuestos en crear y legitimar el Institut d’Indústries Culturals de les Illes Balears. Todos los batacazos y fracasos previos no han servido para aprender. Todo el dinero público que se ha dilapidado en planes que no han llevado a ningún lado no ha servido para darnos una lección. Por eso, frente a este proyecto de fantasía pienso, ojalá no nos encontremos frente al enésimo fracaso para incentivar un sector que ni existe ni tiene visos de existir. Ojalá no resulte en una actuación negligente. Ojalá sirva para crear en Baleares un sector cultural económicamente potente, pese a que no se ha logrado hacer en ningún otro lugar. Pero igualmente espero que estemos en una sociedad democrática suficientemente avanzada como para que, si dentro de unos años se confirma que este proyecto tampoco va a funcionar, tengamos los mecanismos apropiados para denunciar y castigar lo que a todas luces parece un acto de negligencia política y de imposición de un modelo caduco y trasnochado. Otra fantasía que nos va a tocar pagar.
Recientemente mientras preparaba una breve presentación en torno al análisis crítico del discurso, @rubenmartinez me pasaba la siguiente cita de Foucault “el discurso es lo dicho y lo no dicho”. No he podido dejar de tener estas palabras en mente al leer la charla que recientemente ofreció el Delegado del Área de Gobierno de las Artes de Madrid, Fernando Villalonga, coincidiendo con la presentación del Plan Estratégico de la Cultura de Madrid (PECAM). Si bien es verdad que tras conocer y vivir otros planes estratégicos cómo los implementados en Barcelona por parte del ICUB, una ya sabe que este tipo de documentos sirven más para entender el zeitgeist del momento o para conocer las palabras y temas de moda, que para tener una hoja de ruta por la que van a desarrollarse las políticas públicas no deja de ser significativo que el ayuntamiento de Madrid haya decidido elaborar el suyo justamente en esta coyuntura tan complicada y marcada por la incertidumbre económica. En ese sentido es necesario leer el proyecto cómo un marco general para justificar los recortes y cierres que se van a realizar, un dispositivo que ayuda a dotar de coherencia toda una serie de acciones y medidas que se van a emprender. A continuación cuatro reflexiones un poco sueltas sobre la presentación.
Al iniciar la charla, de forma astuta Villalonga habla del “enorme esfuerzo inversor en infraestructuras y actividades culturales realizado por el anterior equipo del gobierno municipal que no iba a ser sostenible en estos nuevos tiempos de imprescindible austeridad”, mezclando actividades con infraestructuras, dos conceptos bien diferentes. Si bien es verdad que se puede constatar la inversión en infraestructuras realizadas por el anterior equipo de gobierno (con importantes dotaciones del gobierno central), como bien se reflejó a través del proyecto Kultur-o-meter las cifras reales de inversión en cultura son difíciles de saber con exactitud. Por otra parte, es necesario recordar que en Madrid coinciden actividades culturales promovidas por tres cuerpos administrativos diferentes, el central, el autonómico y el municipal, por lo que no es fácil hacerse una idea real de la acción impulsada únicamente por parte del Área de las Artes. ¿De verdad se realizó un enorme esfuerzo en actividades culturales por parte del anterior ejecutivo? Desde aquí nos gustaría poner en crisis esta idea, la partida destinada a las artes en 2009 y 2010 fueron de las más pequeñas que se aprobaron en el gasto total del ayuntamiento, apenas un 2,5%.
El discurso con claros guiños populistas roza la demagogia en varios momentos, como cuando dice “la cultura se hace y se vive, no se legisla”. En ese sentido no deja de ser perverso escuchar esta frase precisamente en el contexto de la presentación de un programa público que marcará las políticas del ayuntamiento en los años venideros. Inaugurada esta sección no podemos dejar de subrayar la siguiente afirmación “somos conscientes, naturalmente, de que habrá resistencias y críticas. Habrá quien decida oponerse rechazándolo. E incluso habrá intentos de descalificar el debate que ahora abrimos politizándolo”. Me pregunto, cómo puede la ciudadanía relacionarse con un programa público sino es analizándolo, interpelándolo y criticándolo dentro del contexto en el que acontece, es decir, dentro de un marco político. ¿Cómo se puede no politizar el discurso de un político que hace uso de un aparato de poder para introducir un conjunto de políticas? ¿Acaso no está politizado un plan estratégico de la cultura? Hacer un análisis “no-político” implicaría entender este texto como un documento puramente técnico, es decir, como un objeto político carente de ideología, pero lamentablemente esto dista mucho de ser así.
Con destreza Villalonga sitúa “el llamado lobby cultural-industrial” como uno de los agentes que buscan mantener cierto status quo y son un obstáculo al progreso, haciéndose ecos de movimientos sociales y las innumerables críticas que han recibido durante los últimos años sectores como el cine o las discográficas. Con este movimiento logra la complicidad de muchos agentes que posiblemente no sepan que en el ayuntamiento apenas tiene competencias o planes de impulso a dichos sectores que dependen de ayudas estatales y cuya interlocución es el Ministerio de Cultura, no el ayuntamiento. Además estas afirmaciones contrastan con la atención e interés que posteriormente demuestra el PECAM en promover las industrias culturales por las que se apuesta de forma clara. Es decir el mismo sector que descalifica es el que posteriormente busca dotar de apoyo apostando por impulsar su crecimiento.
Cuando ya ha conseguido la complicidad del público Villalonga empieza a sacar de su chistera trucos más conocidos, mitos neoliberales de probada solvencia. El primero de ellos un ataque a la administración pública y su efectividad. El primer golpe se presenta de la siguiente manera “el sistema no funcionaba y ya llevaba varios años encendiendo alguna alarma para avisarnos de sus fallos. Y quiero decir que la causa de la disfunción no es la crisis. Me atrevo a decir que la crisis es uno de los resultados de la disfunción y, sobre todo, ha servido para destaparla”. Es bien sabido que el neoliberalismo se sirve de las crisis para justificar su desmantelamiento de lo público (ver el Thatcherismo por ejemplo) y que la doxa neoliberal, siguiendo los precedentes sentados por los fisiócratas, busca camuflar la ideología bajo el manto de la técnica. Bajo la excusa de buscar una mayor eficacia se ejecuta con destreza el descuartizamiento de la víctima, Villalonga prosigue “el Ayuntamiento de Madrid, como todos ustedes saben, gestiona directamente, y mantiene abiertos y funcionando todo el año, siete espacios teatrales. Para hacerlo, sólo en 2012 gastaremos más de 23 millones de euros. Son 23 millones de euros de dinero público” pese a que “sólo se ha logrado una ocupación del 43% de las butacas, 10 puntos por debajo de la media del sector”. Esta anécdota la sirve al político para justificar los necesarios recortes en cultura que van a ejecutar y la privatización (parcial o total) de competencias públicas, buscando en todo momento mejorar la eficacia de la gestión. La ciudadanía hemos padecido la falta de transparencia en lo que al gasto y administración de los fondos públicos se refiere y por ello no podemos saber en qué concepto se han dotado estos supuestos 23 millones de euros, cómo se han distribuido en función de los diferentes teatros, cómo han repercutido en el precio individual de butaca, cuál ha sido el exponencial de retorno de la inversión pública, cuántas escuelas y estudiantes han visitado estos teatros, qué parte de esta ayuda se ha dotado a planes pedagógicos y que parte a mantenimiento, etc. Siendo más específicos vemos que estos siete teatros representan públicos, sensibilidades y presupuestos muy diferentes, poco tienen que ver el Teatro Price (con una clara apuesta por estrellas internacionales de la música, el teatro y el circo), el Teatro Municipal de Títeres del Retiro, el Teatro Español (con una programación que busca atraer a públicos no especializados) o el Fernán Gómez (que a su vez es centro de arte y que alterna teatro, copla, musicales y espectáculos de danza). Si esos supuestos 23 millones de euros no se desglosan no podemos leer la crítica sin cierta desconfianza y con el regusto a demagogia que tiene toda la presentación.
Nuestras peores sospechas se hacen realidad cuando acto seguido Villalonga presenta la pieza clave, el conejo blanco que guarda en la chistera, y que debería ser el verdadero tema de debate, el “ANTEPROYECTO DE LEY PARA LA RACIONALIZACIÓN Y SOSTENIBILIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL”, es decir, un plan de recortes y ajustes en todo regla que se va a ejecutar con el beneplácito de la ciudadanía. Pese a que Villalonga habla de procesos participativos, el proyecto de ley, es decir, lo que realmente se va a aplicar, no ha sido negociado ni puesto a disposición de la ciudadanía. Los contenidos del anteproyecto son completamente opacos. El plan estratégico es el marco de consenso que sirve para justificar los recortes que se esconden bajo el eufemismo de la “racionalización” de la administración. La participación se queda limitada al documento performativo, puesto que el legislativo se realiza a puertas cerradas. De esta manera realiza el mago sus trucos consiguiendo encandilar a su público. Como no duda indicar el propio Villalonga “hablando en plata, vienen tiempos de cambio”.
La estocada final, el gran giro retórico de la presentación llega cuando buscando acallar nuestras sospechas dice que con todo esto “no se quiere decir que vaya a dejar de haber dinero público para promover y tutelar el acceso a la cultura. Sí lo habrá. Pero si queremos seguir respondiendo a las necesidades de los ciudadanos en el futuro tendremos que invertir lo que tenemos de otra manera, de una manera que garantice el acceso de todos a la cultura y no sólo de las personas que ocupan el 43% de las butacas municipales”. La trampa es tan evidente que no necesita explicación posible. Para endulzar los recortes que acaba de anunciar Villalonga cierra con una apuesta por “la cultura de base” y por “elaborar un mapa con las experiencias “no-oficiales””, que deben ser apoyadas por el ayuntamiento, palabras que resuenan con otros planes conservadores como el denominado “Big Society” promovido por David Cameron en el que se insta a la base social a compensar y asumir las tareas no realizadas por el Estado debido a los recortes de fondos y competencias.
Todo esto nos hace sospechar que el PECAM, este documento realizado tras una consulta a agentes culturales y que posteriormente se va a abrir al debate y a la participación ciudadana es tan sólo una cortina de humo, un juego de espejos que sirve para cooptar a ciertos agentes y crear cierto consenso para justificar los recortes y el plan de privatizaciones que se ejecutan a través de un proyecto de ley hermético del que poco sabemos y del que no se nos ha invitado a participar a los agentes culturales que pronto padeceremos sus consecuencias. Como siempre, para entender el discurso es casi más importante prestar atención a lo que no se dice que a lo que se ha dicho.