Artículo original publicado en el Diario de Mallorca el día 11/02/2019
En política la línea que separa las buenas intenciones de la negligencia puede ser muy fina. Seguramente el primer responsable político que construyó un aeropuerto provincial esperando que con ello se dinamizara la vida económica y turística local lo hizo con la mejor de las intenciones. La decisión de seguir abriéndolos, a sabiendas que ni el primero, ni el segundo ni el tercero habían logrado sus objetivos, sin duda nos lleva a pensar más en comportamientos negligentes. La siguiente persona en abrir un aeropuerto sin aviones en el Estado español debería ir directamente a la prisión. Lo más doloroso de estos comportamientos negligentes es que ningún cargo político se juega su propio dinero, siempre se cometen utilizando el dinero público, el de todos. Siempre nos precarizan un poco más.
En el año 1997, cuando el gobierno británico decidió poner en marcha un ambicioso programa de promoción de las industrias creativas lo hizo a través de una fórmula, que en aquellos momentos resultaba novedosa. Decidió promover este nuevo sector a pesar de no tener datos contrastados de que el proyecto pudiera funcionar. Es lo que en política se llama “non-fact based policies”, o políticas no basadas en hechos reales. Para poner en marcha el plan se basó en estimaciones y en predicciones. La idea de que la cultura puede ser un potente motor económico es una construcción ideológica, no una realidad empírica. Una década después de su inauguración, NESTA que fue una de las instituciones creadas para impulsar el crecimiento de las industrias creativas decidió cambiar de rumbo y se rebautizó como impulsora de la innovación social. Lamentablemente la disparidad entre los resultados de sus acciones y las estimaciones era demasiado grande como para mantener el rumbo fijado inicialmente. Las empresas culturales no crecían en tamaño, no se creaba empleo sino autoempleo, como sector era frágil y demasiado vulnerable a los vaivenes económicos. El modelo se desestimó.
Probablemente sea un cierto complejo de inferioridad lo que nos mueva a desear lo que tienen los demás. Durante la primera década del siglo XXI en el Estado español se decidió apostar por las industrias culturales como motor de crecimiento urbano y regional. Tuve la suerte de poder entrevistar a numerosos responsables políticos y directivos de agencias de promoción de las industrias culturales. El Gabinete de Iniciativa Joven en Extremadura, el Proyecto Lunar en Andalucía, el Instituto Andaluz de las Industrias Culturales, la Unidad de Industrias Culturales creada en la Empresa Pública de la Consejería de Cultura de Andalucía, el Institut de Industrias Culturals de Catalunya, Lan Ekintza en Bilbao, Vivernet en Extremadura, etc. son algunas de las iniciativas que pude conocer de primera mano. Una rápida búsqueda de Google podrá confirmar que muchas de estas iniciativas o han dejado de operar, o han cambiado drásticamente de rumbo. La única clara superviviente es el ICIC en Catalunya, que tras un controvertido cambio de dirección decidió bajar su ambición, estaba claro que se habían quedado muy lejos de crear industrias culturales, y reapareció como Institut Català de les Empreses Culturals. Los números cantan, la gran mayoría de planes de promoción de las industrias culturales en el Estado español han fracasado. Tampoco tenemos ningún indicador que apunte que las actuaciones de las respectivas iniciativas haya contribuido a mitigar o poner freno a la precariedad laboral del sector cultural.
Al fracaso de los planes e institutos de promoción se une el de los proyectos grandilocuentes con los que se quería vertebrar la industria cultural. La Ciudad de la Luz, el megaproyecto que se creó para impulsar el sector audiovisual y del cine en Alicante y que recibió 265 millones de euros de inversión pública, inauguró en 2005 y fue finalmente clausurada en 2014 tras un estrepitoso fracaso. En 1999 se inició la construcción de la faraónica Ciudad de la Cultura de Galicia, cuyas obras, a día de hoy siguen paralizadas. A medio construir, con 300 millones de euros gastados y sin un claro horizonte de futuro, las instituciones que se lograron inaugurar ranquean y buscan un público que no termina de llegar. LABoral Centro de Arte y Creación Industrial, fue la cabeza de lanza de un proyecto de crear la Ciudad de la Cultura de Gijón, tras una década de inyecciones generosas de dinero público, apenas logra mantener abierta su sede, con presupuestos deficitarios desde hace ya casi una década y una falta de certeza en torno a su continuidad. La cultura también tiene sus aeropuertos sin aviones, y muchos de ellos nacen en torno a la idea de que lo que nos va a salvar es la industria cultural. La realidad es que son fábricas de precariedad.
Decíamos que la línea que separa las buenas intenciones de la negligencia en política es muy fina. De nuevo nos encontramos frente a una administración que ha decidido invertir el dinero proveniente de nuestros impuestos en crear y legitimar el Institut d’Indústries Culturals de les Illes Balears. Todos los batacazos y fracasos previos no han servido para aprender. Todo el dinero público que se ha dilapidado en planes que no han llevado a ningún lado no ha servido para darnos una lección. Por eso, frente a este proyecto de fantasía pienso, ojalá no nos encontremos frente al enésimo fracaso para incentivar un sector que ni existe ni tiene visos de existir. Ojalá no resulte en una actuación negligente. Ojalá sirva para crear en Baleares un sector cultural económicamente potente, pese a que no se ha logrado hacer en ningún otro lugar. Pero igualmente espero que estemos en una sociedad democrática suficientemente avanzada como para que, si dentro de unos años se confirma que este proyecto tampoco va a funcionar, tengamos los mecanismos apropiados para denunciar y castigar lo que a todas luces parece un acto de negligencia política y de imposición de un modelo caduco y trasnochado. Otra fantasía que nos va a tocar pagar.