Últimamente leo con tristeza cómo se confunde lo común con lo público. Cómo se mezclan las ideas de autogestión, colaboración y la más burda explotación. Cómo de forma intencionada se introducen nociones provenientes de espacios autónomos en los discursos en torno a cómo se deben gestionar la instituciones públicas, pese a que estos ámbitos poco o nada tienen que ver. Hablo de instituciones culturales, puesto que son las que más frecuentemente transito y frecuento, pese a que probablemente esto ocurra en muchas otras esferas y campos de acción.
La crisis y su alargada sombra, la austeridad, ha dejado a muchas de estas instituciones severamente tocadas. Despidos, recortes de sueldos, desaparición de presupuestos y paralización de actividades están a la orden del día. Esta situación está llevando hasta la extenuación a las trabajadoras y trabajadores a quienes les siguen imponiendo objetivos de visibilidad, representación y ejecución de proyectos imposibles de financiar. Alarmantemente en este contexto representantes políticos han empezado a utilizar la retórica del procomún (cómo hemos podido ver en la reciente presentación del PECAM en Madrid por ejemplo), o a hablar de la autogestión como mecanismo para alcanzar la sostenibilidad.
La Tabacalera de Madrid o el campo de la cebada se ponen como ejemplos de proyectos sostenibles e innovadores, como modelos a seguir para instituciones que han de justificar puntualmente sus actividades, presupuestos y objetivos a la misma gente que les insta a autogestionarse. En la prensa aparecen casos de espacios o proyectos independientes que con escasos presupuestos logran tener ciertas cuotas de visibilidad. Esto contribuye a alentar cierta crítica a las instituciones de las que se espera que tomen ejemplo y sigan ofreciendo un repertorio de actividades variado y funcionando con presunta normalidad.
Bajo esta presión las instituciones se hacen temporalmente porosas y acogen dos tipos de actividades muy diferentes pero igualmente cuestionables. Por un lado vemos un crecimiento de eventos y programas financiados por marcas privadas. Elementos encajados cual pegotes en medio de una programación que en muchas ocasiones ni dialoga ni tiene que ver con la propuesta en sí. Por otro lado las instituciones acogen proyectos que no requieren de financiación pública. Estos segundos los más preocupantes facilitan que se dé una nueva realidad: la instauración de un sistema de clases en el seno mismo de las instituciones culturales. Aquellas personas o colectivos que provienen de entornos afluentes o cuentan con recursos propios pueden aprovechar los huecos en la programación para desarrollar sus actividades y elaborar sus proyectos. Personas de clases menos pudientes o afectados por la crisis que no pueden permitirse trabajar gratis se ven privados de representación institucional. Esto ha producido verdaderos esperpentos, la tragedia de lo público no ha hecho más que empezar.
Las instituciones, a diferencia de los centros sociales o espacios autogestionados, no aspiran a cierta horizontalidad o inclusividad en la toma de decisiones. Necesitan llenar una programación y aportar una cuenta de resultados en la que demuestren a la entidad u organismo del que dependen que son “sostenibles” y capaces de seguir funcionando, a pesar de no contar con presupuesto. Esta diferencia imposibilita que hablemos de procomún en este contexto y nos tengamos que plantear que lo que está teniendo lugar es un expolio de lo público. Que instituciones que hemos financiado entre todas a través del dinero de nuestros impuestos están sirviendo para que marcas puedan limpiar su imagen o que ciertos individuos puedan hacerse con el capital simbólico que éstas siguen ostentando. Bajo la guisa de la colaboración se está realizando una selección de quienes se pueden permitir trabajar sin remuneración y quienes muy a su pesar necesitan cobrar por su trabajo. Entre quienes pueden permitirse el lujo de dar su tiempo e ideas de forma gratuita y quienes no les queda más remedio que dedicarse a otra cosa. Entre los que pueden pagar por mantener su marca en activo y los que ya no pueden jugar al juego del capital simbólico y la visibilidad.
Últimamente estoy teniendo la terrible impresión de que esta crisis está sirviendo para “poner las cosas en su sitio”. Es decir, para devolver las instituciones a quienes en su momento las detentaron. Para expulsar de las universidades a quienes temporalmente pensamos que no nos estaban vetadas. Para recordarnos que nunca tuvimos derecho a poseer una vivienda. Para restituir las jerarquías que invisibilizadas, nunca desaparecieron. Para recordarnos que lamentablemente al final esta crisis está siendo una criba, una criba de clase.
Hola Jaron. Compartimos contigo esa tristeza al ver como desde la administración pública, y en connivencia con intereses privados, se tergiversan nociones como el procomún o la autogestión. Tan sólo queremos añadir un matiz a lo que apuntas en la entrada: que individuos como el señor Llongueras puedan permitirse mostrar sus mierdecillas en una institución pública tan sólo es una manifestación hiperbólica (y muy hilarante si somos capaces de obviar el drama) de un fenómeno que es, me atrevería a decir, intrínseco al campo cultural. Y es que siempre ha resultado mucho más fácil trabajar gratis o por 3 euros a la hora, o formarse y dedicarse a viajar y ver mundo relajadamente cuando se tiene el sustento garantizado, que no cuando unx tiene que preocuparse por cómo ganarse las habichuelas. Incluso en los años más garantistas del estado de bienestar, aquellos individuos pertenecientes a las clases dominantes disponen de mayores recursos (más capital simbólico, más capital social y más pasta) para extraer réditos de su trabajo en la esfera cultural, o sea: aún más capital simbólico, más capital social y más pasta, que no aquellos pertenecientes a las clases subalternas.
Decíamos que esto es algo intrínseco a la esfera cultural porque la cultura, en si misma, a través de sus instituciones, desde la escuela hasta el museo, funciona como un sistema que distribuye jerárquicamente el acceso a esos capitales, imbuyendo en cada individuo y grupo social una serie de patrones, epistemes, hábitos de pensamiento y de comportamiento que justifican su mayor o menor derecho a acceder a todos esos capitales.
No sé ¿qué opinas tú?
Francisco, estoy totalmente de acuerdo con lo que comentas. Lo comentaba antes Rubén en un twit, desde YP hemos discutido y denunciado los usos del capital simbólico en el campo cultural durante mucho tiempo. Supongo que la gran diferencia radica en que en algún momento pensamos que ciertas barreras habían desaparecido, ciertos poderes se habían ido diluyendo. Queda claro que esto no es así y con la crisis lo estamos viendo de forma pristina.
Muy oportuno este texto Jaron, seguro que somos muchas las que lo sentimos así. En los últimos meses ha proliferado los memes de onda “No me cuentes tu vida y págame la actuación” o “Soy artista. Eso no significa que no te vaya a cobrar”. El mensaje es claro, pero se queda corto, porque la frase fácilmente podría ser invertida “Te voy a cobrar, eso significa que no soy (o no voy a poder ser) artista” (por artista, léase aquí cualquiera que entre en tratos con las instituciones). Como bien señalas, el momento de la movilidad social que permitía a “cualquiera” entrar en el círculo dorado de la producción cultural, apenas pasó de ser un espejismo que duró una generación. La ruta normativa a la vida artística profesional (i.e. remunerada) no sólo pasa por el endeudamiento vitalicio que impone una licenciatura, hay que sumarle el postgrado y el trabajo gratuito de las inacabables pasantías. Institucionalmente hablando, las artes (y de manera creciente todas las humanidades) se vuelven a convertir (si es que alguna vez dejaron de serlo) en refugio y deleite de las clases acomodadas.
Lo absurdo en España es que al acelerado ritmo con el que se densificó el mapa de instituciones culturales le ha seguido un proceso igualmente rápido de desmantelamiento. En esta tesitura los dirigentes de instituciones (y masculinizo aquí a conciencia) han sido rápidos en declararse humildes siervos de “lo público”, un concepto movilizado nebulosamente pero que les permite reclamar alto y claro la restitución inmediata del año 2006 y la garantía vitalicia de todos sus derechos adquiridos. Lo cierto es que a las instituciones españolas se les ha acabado un modelo de financiación y por tanto les toca redefinirse, quieran o no. A grandes rasgos, esta redefinición sólo puede ir en dos direcciones.
1) Se opta por la vía anglo (oficialmente sancionada a nivel estatal y europeo), orientándose a la captación de dosis cada vez más grandes de capital privado y asumiendo sin complejos su cualidad de “player” en un mercado del ocio competitivo
2) Se inventan otros modelos basados no ya en la preservación (imposible) de la institución “pública”, sino en la actualización de los deseos y aspiraciones que ésta llegó a contener, algo que, probablemente, podríamos llamar instituciones de lo común (por utilizar un término ya propuesto en otras ocasiones)
De momento la cosa está en tablas y las instituciones siguen operando mayormente por inercia y en modo zombie. En cualquier caso, la segunda vía no tiene visos de poder prosperar… cuando se moviliza retóricamente parece hacerlo sólo para ayudar a negociar dos imperativos de la primera opción que las instituciones no saben bien cómo resolver:
1. La consigna oficial es moverse hacia mayores niveles de autofinanciación, convertirse en grandes máquinas de atraer patrocinios y “usuarios”-consumidores para su localidad. Esto es para la mayoría una tarea imposible sin pasar por una “reestructuración” brutal que, en toda lógica, tendría que llevarse por delante también a unos altos cargos capaces de gestionar sólo si el dinero estatal está garantizado de antemano. Aquí se vuelve atractivo, como dices, convertirse en container para proyectos que vienen “ready-financed” (que no tiene siempre que ser algo tan esperpéntico como Llongueras y sus fractales, pues hay mil y una fundaciones por ahí con ganas de exponer sus obritas maestras). Pero la estrategia es esquizoide, pues aunque se avanza en esta dirección, sus consecuencias últimas también asustan. Así pues, mientras se flirtea con fortunas y fortunitas con una mano, se pretende adoptar selectivamente características de los centros sociales autogestionados con la otra. Claro que a nivel externo esto se reduce a recortar (o abolir) los honorarios y a ejercer un cierto chantajismo mediante el cual se le pide al colaborador/a que se lo tome todo con santa paciencia y se imagine que se trata de algo así como trabajo militante. A nivel interno, las trabajadoras que conservan puestos, pierden sueldo mientras asumen dosis cada vez más grandes de trabajo emocional “Aquí o nos implicamos todos, o esto se va a la mierda”: las horas extras endémicas se convierten en modo de vida. Casi siempre son ellas las que asumen (apelando a sus “contactos”, movilizando su afectividad) la tarea de contratar servicios cuya remuneración nunca llega o llega demasiado tarde (frente a lo que también son ellas las que dan la cara y lo pagan afectivamente). Tras los recortes, no se ha tardado nada en llegar a esta situación, lo que se pospone sin fin es la conversación sobre la necesidad de repensarlo todo, de bajar a una realidad que no puede seguir ignorándose mucho más tiempo. Esto no es una cuestión temática, no pasa por organizar infinitos seminarios sobre la condición neoliberal, ni exposiciones sobre la revolución. Esto atañe a las formas de hacer y pasa por repensar la economía. Años de no rendir cuentas y de absoluta opacidad hacen que haya mucho cuestionable, empezando, por ejemplo, por las escalas salariales que a menudo son francamente obscenas, ofreciendo un gran obstáculo frente a cualquier intento de redefinición por la segunda vía. No me gusta pelearme para que nadie cobre menos, prefiero pelearme para que todas cobremos más, pero cuando el director de un museo de provincias puede cobrar varias veces lo que una de sus empleadas, hay gestos que no se puede permitir: pedir que alguien trabaje gratis para él es uno de ellos.
2. La consigna oficial es aumentar el “impacto social”. Dejando al margen la historia perversa del término, lo cierto es que las instituciones se preocupan por primera vez de su propia irrelevancia. En paralelo, como señalas, el mapa de espacios autogestionados no sólo se ha fortalecido, sino que ha presentado un desafío difícil de ignorar, no sólo porque sus programaciones son comparables con (o incluso mejores que) las de muchas instituciones financiadas estatalmente, sino porque consiguen algo que éstas no saben hacer, convertirse en el centro vital de mucha gente, resultar imprescindibles, deseables, relevantes para mucha más. La apelación (tan cansina ya) a “participar” en las programaciones museísticas, desean captar parte de esta relevancia, pero como bien señalas, ésta no se extiende a la horizontalidad o inclusividad en la toma de decisiones. Internamente, cualquier gesto en esta dirección sería poner en cuestión no sólo la “autoridad” (institucional, política, epistémica…) de los mandos, sino también su traducción salarial fuertemente jerárquica, por lo que es siempre fieramente resistido. Lo que es sorprendente es que esto no se demande desde fuera. Supongo que para algunos, después de la licenciatura, el postgrado, las pasantías… cuesta dejar de darle a la ruedita a ver si suena la música, pero ¿para todas? la pregunta no puede dejar de hacerse ¿por qué seguir respondiendo en estos términos a estas instituciones? Si los centros sociales autogestionados le pueden aportar algo a las instituciones artísticas es la evidencia constatable de que hay otras formas de hacer. La solución no pasa por reconvertir todos los museos en CSOs (aunque seguro que unos cuantos se beneficiarían de este tratamiento), pero dadas las condiciones actuales cualquier movimiento tendencial en esa dirección seguramente sería un movimiento hacia una gestión más ética, más transparente, más horizontal, más alegre y… más común. ¿Por qué entonces no exigir antes de que sea demasiado tarde esta verdadera reorientación? Y si resulta que en la multitud de frentes que tenemos abiertos, no nos llega el entusiasmo para hacer de esto una batalla ¿por qué no simplemente hacer lo que hacemos en otro lugar? Trabajar de gratis, como mínimo, tendría que servirnos para regalarnos un poco de autonomía. Seguimos sin darnos cuenta de que nos necesitan a nosotras mucho más de lo que nosotras los necesitamos a ellos.
Y siento la parrafada, será que me tocaste el corazoncito ; )
No sé si hay alguna solución posible para las cuestiones que expones, pues la ética del “todo gratis” en internet se me antoja irreversible, por más que ahora empezemos a darnos cuenta de que esa estrategia es inviable en el seno del capitalismo. Sólo hay dos opciones: o desactivar el capitalismo e instaurar un sistema económico ad-hoc para las nuevas rutinas de difusión cultural (trabajo colectivo, no academicismo, no branding…) o bien buscamos pautas para monetizar los trabajos culturales al margen de “Lo público”. En tu texto apuntas a la perversidad del creciente tabú ante términos como “lo público” (yo añadiría “estado”), pero lo cierto es que lo común ha dejado de verse amparado por las instituciones. Siendo optimistas, las aporías que encontramos en elmundo cultural son “la vanguardia” de problemas que antes o después acabarán empapando al resto de dominios de lo social, pues aquí estamos constatando fricciones (entre capital y colectividad, expresión y representación, cultura y branding…) que afectan a todos los palos de nuestra civilización.
Jugando a la videncia, creo que por una parte se tenderá a la desparición del artista profesional, e incluso del artista individual (por más que la retórica del “actor-red” y demás ofrezca demasiadas facilidades al dogma neoliberal), a no ser que realmente tegamos los coj*nes de mandar al capitalismo a hacer puñetas y optemos por un Plan B (o C, o D… o Z)
Sólo una cosa, cuando dices… ‘ciertas barreras habían desaparecido, ciertos poderes se habían ido diluyendo’… diría que nunca fue así. Creíamos en la ilusión de la posibilidad de movilidad social cuando en realidad simplemente pasábamos por un ciclo de desarrollo económico…. Me cuesta creer que haya existido en éste país la opción a movilidad social como resultado de una elección individual
Una reflexión pertinente, provocativa. Trata muchos puntos y comienza con uno que merece una atención mayor: la creciente confusión entre lo común (bienes comunales, procomún, commons) y lo público. Se trata de una confusión muy lamentable, que no hace justicia ni al necesario discurso sobre qué es hoy lo público, cómo sostenerlo y defenderlo, ni al discurso sobre qué son los bienes comunales (que nadie ha inventado y arrancan desde que se instauró la propiedad privada) y qué pueden ser en el siglo XXI.
A. Ariño
La verdad es que este texto resume perfectamente un sentimiento al que llevo un tiempo sin saberle poner palabras, pero que una vez leido aclara enormemente. El comentario de Yaiza me parece también enormemente acertado y me quedo con el último párrafo, que podría hacer propio.
” Y si resulta que en la multitud de frentes que tenemos abiertos, no nos llega el entusiasmo para hacer de esto una batalla ¿por qué no simplemente hacer lo que hacemos en otro lugar? Trabajar de gratis, como mínimo, tendría que servirnos para regalarnos un poco de autonomía. Seguimos sin darnos cuenta de que nos necesitan a nosotras mucho más de lo que nosotras los necesitamos a ellos.”
“Últimamente leo con tristeza cómo se confunde lo común con lo público”
No es de extrañar, la moda de utilizar el “procomún” para todo -“más allá del debate público/privado”- tiene estas externalidades negativas: la imposibilidad de ni siquera poder discernir entre lo público y lo privado.
Flipante ¿no?
En el mundo de la cultura el trabajo gratis es ya una forma de hacer y vivir, artistas que pagan por exponer, que se costean viajes para aparecer en la entrega de premios, que costean sus producciones, peña que trabaja triple , lo que sea por una linea de burriculum, por un minuto de gloria en los media, por estar en esa feria.
Y en paralelo iniciativas de galerías, eventos, festivales, que presentan “trabajar gratis” o “pagar” como la única solución, y dando las gracias, desde hace años las recopilamos en http://www.insultarte.blogspot.com.es/search/label/gratis
Hola, ¿Que no quieres (puedes) trabajar gratis para mi? da igual, otra vendrá
Luego está el tema del “voluntariado”, esa palabra que se fomentó años atrás desde la UE , desde lo público, como keyword clave para 2013-2014, por algo sería..
gracias por el post, y por los comments también
Saludos