Este artículo fue publicado originalmente en Sigueleyendo
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No son pocos los analistas y adalides de las industrias creativas que han argumentado que este sector no entiende de crisis económicas. Dada la extrema flexibilidad de los trabajadores y empresas que lo integran, la prevalencia de redes formales e informales de producción y su capacidad de adaptarse e integrar las innovaciones tecnológicas, todo parecía apuntar que las microempresas culturales serían capaces de surfear sobre la crisis y verla pasar sin hundirse con ella. Quienes defienden el modelo de las industrias creativas jalean que con la crisis no se ha destruido empleo al mismo ratio que en otros sectores. Este argumento se sostiene sobre una premisa falsa, puesto que efectivamente es fácil demostrar que en las industrias creativas apenas hubo empleo, este sector está mayoritariamente compuesto por trabajadores/as autónomas y microempresas, es decir, lo que abunda son formas de autoempleo. De esta manera no se ha destruido empleo porque en un primer lugar nunca lo hubo, pero con la crisis las condiciones de vida de gran parte de los trabajadores y trabajadores del sector no han hecho más que empeorar.
Esta coyuntura ha otorgado centralidad a una realidad sobre la que es necesario interrogarse, ¿Porqué disfrutamos tanto trabajando en cultura?¿Qué nos gusta tanto del trabajo en este sector que nos empuja a seguir haciéndolo pese que sabemos que en el mejor de los casos lograremos vivir un par de cabezas sobre el nivel de la precariedad? ¿Cuánto tardará la erosión provocada por los malestares propios del trabajo cultural en reventar la burbuja del placer en el trabajo? En el siguiente artículo quiero repasar parte de la bibliografía reciente que ahonda en esta temática y proponer algunas claves para comprender esta compleja realidad. En un primer lugar y para dar respuesta a estas preguntas seguramente tendremos que retroceder en el tiempo hasta la década de los sesenta cuando el trabajo de carácter fordista estaba dando sus últimos coletazos en Europa y en los Estados Unidos y los y las trabajadores de las fábricas salieron a las calles a demandar nuevas formas de vivir y trabajar. Hay quien argumenta que fue en las protestas y movimientos sociales que empezaron a sacudir el mundo a partir de esa década en donde hemos de buscar el germen del placer en el trabajo. Boltanski y Chiapello en su libro “El Nuevo Espíritu del Capitalismo” no dudan en sostener que fueron las demandas de los obreros que cansados de trabajar siguiendo las estrictas regulaciones que imponía el trabajo fabril las que sirvieron de base para una nueva reformulación del trabajo que ha dado pie a las formas de trabajar que experimentamos en estos momentos. Por su parte Franco Berardi “Bifo” en su libro “La Fábrica de la Infelicidad” expande esta tesis e incluye las reivindicaciones de los hippies en EE.UU, los estudiantes del mayo del 68 francés o los obreros autonomistas italianos, quienes exigían más espacios para la creatividad, imaginación o flexibilidad y autonomía respectivamente.
Con la década de los 80 y la introducción de las teorías manageriales todas estas exigencias empiezan a integrarse en los discursos productivos tornándose los nuevos imperativos de la esfera laboral. Las empresas necesitan de sujetos creativos, imaginativos y flexibles para afrontar los nuevos retos de una economía cada vez más intangibilizada basada en la recombinación de afectos, números, letras y signos. En ese momento las técnicas de management se profesionalizaron e introdujeron juegos, acampadas, días sin corbata y otras amenidades en el lugar de trabajo con el objetivo de capturar todas aquellas virtudes y capacidades de los trabajadores que se habían quedado a las puertas de la fábrica fordista. El apogeo de este proceso acontece en Silicon Valley, entorno en donde las categorías de diversión y trabajo parecen confluir y disolverse irremediablemente. Bajo el infame lema “90 hours a week and loving it” los trabajadores de Apple manifestaban su adhesión y capacidad de sacrificio por su trabajo. Como nos recuerda Andrew Ross en su libro “Nice Job if you’ve got it” la ética hacker se normalizó con la consiguiente falta de horarios definidos, ausencia de regulación, auto-responsabilización y en general se impuso un modelo sacrificial de trabajo basado en las recompensas personales. En definitiva, la búsqueda de placer en el trabajo se individualizó y rompió con cualquier sentimiento de comunidad entre los trabajadores/as.
Todo este proceso ha transcurrido con la progresiva neoliberalización de la economía de fondo que ha articulado un poderoso discurso que pone el ego de cada sujeto en el centro mismo de la escena productiva. “Tú decides tu destino”, “tú eres el encargado de transformar tu capital humano en beneficios económicos”, “tú tienes las claves de tu éxito”, “tu defines las reglas de juego”, etc. Así cada sujeto debe buscar en el trabajo sus propias recompensas, su espacio de libertad y lugares en los que desarrollarse como sujeto libre. Peter Fleming es su libro “Authenticity: the cultural politics of work” desglosa cómo las teorías manageriales al introducir la autenticidad personal como elemento productivo consiguen capturar todos aquellos aspectos del sujeto que hasta el momento habían permanecido en la esfera de la intimidad. Bajo la premisa de “queremos sujetos auténticos” o “queremos que seas como eres realmente” se logra que los trabajadores/as acudan al trabajo en camiseta, muestren su identidad sexual, se puedan divertir en su oficina o se puedan permitir lucir piercings sin tener que disimularlos. Todo esto se transforma en valor para las empresas que se pueden venderse como más “cool” frente a clientes ávidos por relacionarse con empresas “con alma”. Vemos una mutación productiva que transforma las grandes organizaciones impersonales en empresas con una identidad muy marcada caracterizadas por el cuidado de sus empleados y por preocupaciones sociales o medioambientales. En ellas aparece el “espacio laboral humanizado”, es decir, oficinas con aros de baloncesto, pósters en las paredes y futbolines en las áreas comunes.
Las empresas se tornan entornos en los que uno ha de desarrollarse como persona, ha de poder expresarse libremente y ha de poder divertirse. En este sentido Nigel Thrift en su libro “Knowing Capitalism” ha analizado el crecimiento de dos industrias que han discurrido en paralelo que han ayudado a redefinir el entorno laboral y de paso han generando sustanciosos réditos económicos. El crecimiento del mercado de libros, dvds, conferencias o talleres de autoayuda empresarial ha crecido junto a un circuito de New Age y técnicas de meditación/relajación pensados para el entorno laboral. No hay empresa de nuevas tecnologías que se precie en Silicon Valley que no ofrezca talleres de meditación, rituales para encontrar al animal interior, técnicas chamánicas o de constelaciones familiares a sus trabajadores. El objetivo último de estos talleres no es armonizar el cuerpo y mente de los trabajadores como indican los folletines que distribuyen los brujos, líderes espirituales o gurús que los imparten, es asegurar la productividad de una plantilla de trabajadores sobre-explotados y estresados. Aun así, contribuyen a normalizar la esfera laboral como espacio de crecimiento personal, de desarrollo espiritual y obviamente, como lugar productivo.
Paradójicamente las industrias creativas no ha hecho falta introducir managers, psicólogos o líderes espirituales para convencernos de que debemos disfrutar de nuestro trabajo. Estas ideas se han filtrado de forma progresiva y se han tornado imperativos hegemónicos que sostienen el sector. Todos damos por sentada nuestra autenticidad personal. Todos aceptamos de buen gusto la promesa de identidad y autonomía personal que nos prometen. Todos sabemos que a estas alturas es imposible desasociar nuestra vida personal de la vida laboral. Hemos internalizado el deseo de disfrutar trabajando, pese a que el precio que conlleva pueda ser alto. Estrés, agotamiento, falta de sueño, incapacidad para mantener vínculos firmes, desencanto, egolatría o cinismo son algunos de los aspectos menos mencionados en los planes de promoción del sector pero que no podemos obviar. En encuentros como el recientemente acontecido en Madrid llamado “Para quienes disfrutamos trabajando” volvimos a constatar que la búsqueda individual del placer en el trabajo se vuelve un poderoso obstáculo a cualquier intento de crear sinergias basadas en la comunidad o la colectivización del malestar. Pese a que la crisis está ahogando a muchas de las microempresas y trabajadores y trabajadoras del sector, el deseo de disfrutar del trabajo permanece latente y nos mantiene en activo. Hoy en día Bartleby trabaja en una productora muy cool y pese a ser autónomo, compatibilizar tres trabajos a la vez y no conseguir que las administraciones le paguen lo que le deben ya no puede decir que “preferiría no hacerlo”, porque en el fondo le gusta su trabajo.