Recupero aquí un texto vintage que escribí junto a María Ruido en 2007 en el que reflexionábamos en torno a la precariedad y las estrategias de representación del trabajo cultural. El texto apareció publicado originalmente en el libro “Producta50: Una introducción a algunas de las relaciones que se dan entre la cultura y la economía” editado por YProductions y publicado gracias al CASM.
In the Mood for Work: ¿Puede la representación alterar los procesos de valorización del trabajo cultural?
María Ruido y Jaron Rowan
“Or come to find that loving is labour, Labour’s life and life’s forever”
Biomusicology by Ted Leo And The Pharmacists
A estas alturas, no es necesario insistir en que la producción cultural es uno de los ámbitos más afectados por los procesos de transformación laboral que se vienen dando a nivel global, tales como la creciente flexibilización del trabajo, la precarización de las condiciones laborales o la necesidad de asumir riesgos y costes por parte de los propios trabajadores. En ese sentido vemos que el régimen de acumulación flexible que preconizó David Harvey (Harvey, 1992) y que ha sido ampliamente debatido en esferas académicas (por ejemplo, Narotzky, 2004) no ha encontrado resistencias a la hora de introducirse en la esfera de la producción cultural. Pensamos que su “tradición bohemia” proporcionó un escaso impermeable de cara a las transformaciones del trabajo que desde finales de los 70 se vienen dando a escala global, o tal vez incluso las inspiró.
Precisamente, algunos de los problemas sobre los que querríamos reflexionar en este breve escrito tienen que ver con la manera en que estas transformaciones han afectado a la producción cultural, modificando sus formas de hacer, sus modos de pensarse y sus modelos económicos. A lo largo de este texto, intentaremos hablar de por qué parte de la producción cultural no se percibe (o se percibe distorsionadamente) como trabajo, y también de cómo la erosión de las barreras tradicionales que definían el trabajo ha afectado negativamente a los procesos de valorización de la producción cultural. Finalmente, querríamos hablar de algunos ejemplos de representaciones de este (apenas) trabajo en los medios de comunicación, y de si estas imágenes ayudan o no a percibir los procesos de la producción cultural como prácticas laborales. Ambicioso texto para tan pocas palabras, a ver hasta dónde llegamos.
Que los trabajos han mutado es un hecho constatable, así como que esta mutación ha ocurrido en casi todos los campos (Federici, 1999, Boltanski y Chiapello, 2002, Rodríguez, 2003). Sin embargo, poco se ha dicho de cómo estos cambios han afectado a la esfera de la producción cultural, que tiene que enfrentarse aún a entender el heterodoxo conjunto de prácticas que la configuran (poco delimitadas en tiempo y espacio, irregularmente remuneradas o incluso no remuneradas, socialmente no reconocidas, etc.) como un proceso de trabajo. Contestando a un pasado que aparentaba distanciar o incluso desvincular estas formas de producción del sistema dominante y del juego económico, durante los últimos años observamos como colectivos de productores culturales empiezan una serie de revueltas a pequeña escala buscando con ellas normalizar ciertos derechos que hasta ahora habían sido reivindicados por los trabajadores asalariados. Uno de los movimientos que lo ha hecho con más insistencia, y que ha tenido mayor capacidad de articulación de estas demandas ha sido sin duda el colectivo de trabajadores y trabajadoras del espectáculo en Francia, conocido como “intermittents du spectacle” (Corsani, 2005).
Con menores cuotas de visibilidad, podemos ver como ciertos procesos de profesionalización han ido tomando forma en la esfera de la producción cultural para, en ocasiones, empezar a considerarse a sí mismos un ámbito laboral, pero sin duda estos avances han sido mas bien tímidos. Una de nosotras (Rowan, 2005) ha descrito ya previamente cómo de forma simultánea, mientras los artistas trataban de dejar atrás nociones como el genio, la vocación, etc., los procesos de deslocalización y de “putting out” que afectaban a las fábricas de gran volumen hacían que los asalariados tradicionales tuvieran que empezar a asumir formas de trabajo parecidas a las que habían articulado los artesanos (Blim, 1992). Sería, precisamente, en las formas laborales “desorganizadas” (Lash & Urry, 1987), precarias, flexibles y apenas sindicadas del productor cultural donde el capitalismo encontró un lecho perfecto desde el que evolucionar. Como nos dice Marina Vischmidt en su texto Precarious Straits, “la creatividad y la flexibilidad, que hasta ahora se pensaban endémicos del artista y se entendían como la excepción constitutiva a la ley del valor, ahora son considerados como atributos universalmente deseables” (Vishmidt, 2005). De esta forma, con el postfordismo, el productor cultural deviene modelo ideal del trabajador.
Pero, si bien es verdad que con creciente velocidad las maneras de operar propias del trabajador cultural (flexibilidad extrema, idea del producto como proyecto, involucración y responsabilidad en todo el proceso productivo, etc.) son socialmente valoradas en las últimas décadas, ¿es posible, sin embargo, que el valor del proceso de trabajo haya disminuido con esa misma rapidez?, es decir ¿son proporcionales la percepción social positiva de la que gozan las formas de la producción cultural con la remuneración que la mayoría de sus generadores perciben?. Nosotras creemos que no. Pensamos que si bien se ha rescatado y revalorizado la figura del productor independiente o autónomo utilizando la figura del artesano (o, en algunos casos, imponiendo las “excepcionalidades” del artista), no se ha reivindicado la valorización del proceso propio de su tarea (el tiempo invertido no se paga, los riesgos son naturalizados, sus condiciones laborales no mejoran…) ni se ha conseguido un pago adecuado y proporcional a las mismas.
Formas de no trabajar
All societies legitimize some forms of work and not others
Guy Standing (2002)
Si bien hemos dicho que las fronteras que definen lo que es trabajo y lo que no lo es han sucumbido empujadas por la implementación de formas de producción postfordistas, en el ámbito de la producción cultural esto ha pasado de una forma exponencial, y este es uno de los motivos por los que resulta tan difícil hablar de prácticas laborales dentro de este terreno. En su magnífico texto Free Labour, Tiziana Terranova (2004) constata lo compleja que es la situación actual. Ella argumenta que con el desarrollo de las nuevas tecnologías de producción informatizadas lo que se han generado son grandes bolsas de lo que denomina “Free Labour”, es decir, cantidades de trabajadores dispuestos a ceder su trabajo de forma gratuita a corporaciones que controlan dichas tecnologías. Para que esto sea posible esta actividad de producción cultural no debe ser considerada como trabajo. Sólo así corporaciones como AOL pueden hacerse con el tiempo de todas las gentes que utilizando sus chats, moderando grupos de discusión, co-participado en los juegos, generan de esta forma beneficios para la compañía, que es capaz de capitalizar toda esta actividad y conseguir beneficios a través de ella. Por todo ello, Terranova define el “trabajo gratuito” como “el momento en que este consumo con conocimiento de la cultura se traduce en actividades de carácter productivo acogidas con placer, mientras que de forma paralela son explotadas sin ningún remordimiento” (2004:78). La autora argumenta que estas nuevas formas de producción culturales se caracterizan por una expansión de “formas de trabajo que no son inmediatamente reconocidas como tal: chats, historias en tiempo real, grupos de noticias, newsletters no profesionales, etc.”(2004:79). En una línea parecida, en su texto Sim Capital, Nick Dyer-Whiteford (2003), nos explica como gran parte de los videojuegos que podemos encontrar distribuidos por grandes compañías han sido realmente elaborados por chavales que previamente, durante una temporada, los han ido modificando, mejorando, re-diseñando, etc. a través de su consumo. Muchas de las herramientas o del software que utilizamos son fruto de la colaboración entre numerosos prosumidores que mediante su uso las han mejorado o evolucionado, haciendo que las barreras entre consumo y trabajo apenas sean perceptibles. Este tipo de indefiniciones amenaza invadir todas y cada una de las actividades que conforman la práctica de la producción cultural, empujando las prácticas propias de este campo cada vez más lejos de lo que propiamente se puede entender como trabajo. No es de extrañar que cada vez resulte más difícil comprender y de forma adecuada valorizar (y consiguientemente remunerar y considerar) todo esta dedicación. Los tremendos regímenes de flexibilización que someten la actividad de los productores culturales hacen que cada vez sea más difícil discernir si una está hablando con unos amigos o haciendo networking, si una está leyendo o investigando, si una está follando o relajándose para reemprender de nuevo el trabajo. Por todo esto, si apenas somos capaces de desentrañar en nuestra propia vida lo que es o no trabajo, ¿cómo diseñar argumentos que nos ayuden a revalorizar todo este proceso? Y, en todo caso, ¿serviría esto de algo?
Trabajos invisibles
“I am not suggesting that continued invisibility is the ‘proper’ political agenda, but rather that the binary between the power of visibility and the impotency of invisibility is falsifying”
Peggy Phelan (1993)
En esta situación que venimos dibujando, ¿puede ser que la carencia de representación del trabajo cultural como tal tenga que ver con la falta de valorización? No podemos olvidar, como ya hemos desarrollado en otras ocasiones, que el sistema de representación es una forma de control asociado a diversas manifestaciones del poder, y que la falta de visibilidad puede utilizarse, en ocasiones, como una estrategia coyuntural (Phelan, 1993; Ruido, 2001). Y tampoco podemos ignorar que en un momento como el que vivimos, de crisis de la representatividad, sospechar de la capacidad de agencia política de la representación es casi una necesidad. En un tiempo como este, donde los sindicatos son acusados por los propios asalariados de ser instituciones de pacto y consenso (tenemos en mente las imágenes del conflictivo 1 de mayo de 2003, cuando los ex-trabajadores de Sintel increparon en Madrid al líder de CC.OO., por ejemplo), reivindicar la valorización de los trabajadores culturales no pasa, evidentemente, por fórmulas de visibilidad tradicionales. Pero recordemos que, como ocurre en la economía del deseo, la carencia de imágenes se traduce generalmente en carencia de poder (y por tanto, de valor): ya lo decía Linda Williams cuando en su texto Fetichismo y Hard Core asociaba la legitimación del placer con el control económico asimilando el “money shot” (plano del dinero) con el “come shot” (plano de corrida), (Williams, 2000).
Como explica la realizadora Hito Steyerl en un reciente texto que reactualiza el clásico de Walter Benjamín de 1934 “El autor como productor”, el sistema de construcción de las imágenes está estrechamente vinculado al sistema de producción y al régimen económico en el que se insertan (Steyerl, 2005). Dentro de esta lógica, el capitalismo ha ido transformando su imaginario del trabajo desde la aparentemente simple articulación binaria del espacio productivo (fábrica, despacho, escuela, etc.) frente al espacio reproductivo (hogar, calle, lugares de ocio) hasta una lógica representacional compleja como la actual, donde los matices son amplios y nuestra posición dentro del engranaje productivo cambia a lo largo de una misma jornada. En el nuevo imaginario de la producción, algunas formas de trabajo siguen siendo difíciles de reconocer o de declarar abiertamente como parte del sistema. Podríamos decir que hay formas de trabajo que se resisten por “defecto” (los cuidados, la reproducción en un amplio sentido, el trabajo sexual…), hasta llegar en ocasiones a la estigmatización social y la invisibilización punitiva, y otras por “exceso” (el trabajo cultural, por ejemplo) carente de límites y de competencias fijas, y generalmente mistificado o incluso estratégicamente extravalorado para ser considerado “tan sólo” trabajo.
Sin pretender ningún tipo de simetría entre estas tipologías, ya que está muy claro que la capacidad de movilización de capital simbólico de uno y otro extremo están en situaciones muy diversas, parece evidente que el desplazamiento de la escena hacia estas “otras formas de trabajo” podría revertir en una redefinición social y económica necesaria para ambas, entendiendo que deberían de recorrer procesos de redefinición bien distintos. Si bien el cuidado y la reproducción en todos sus aspectos han aparecido con frecuencia en forma de “vocación femenina” en el cine y los media tradicionales, sólo en los últimos 30 o 40 años han sufrido una desnaturalización que los ubica en el sistema de producción e introduce sospechas sobre sus jerarquías. Y de forma más reciente, también han experimentado la inercia rentabilizadora de la informalidad que apunta a la reproducción como modelo de implicación extrema, involucración emocional, responsabilidad, etc. Pero sin duda, ha sido la producción cultural la que ha experimentado un empuje más sustancial en su representación, ya que como apuntábamos más arriba, sus supuestos “atributos” han sido colocados como modelo de las nuevas formas productivas. De esta manera, sus excepcionalidades (Lazzarato, 2004) y carencias (desarticulación, precariedad, hiperflexibilidad, falta de límites competenciales, etc…) han sido convertidos dentro de la visibilidad mediática en los emblemas de un nuevo modelo de éxito que esconde, nuevamente, el proceso de producción y el coste del producto cultural. Y no hablamos del artista melancólico o torturado, no. Ahora nuestra imagen pública está vinculada a figuras como Carrie Bradshaw, la protagonista de “Sexo en Nueva York”, una mujer cuya vida transcurre entre lugares de moda y revistas de tendencias, que ha hecho de sus experiencias y de la relación con sus amigas su material de trabajo, cuando, a la vuelta de susfascinantes vivencias, produce (o reproduce?) en su ordenador una columna de diario excelentemente remunerada (a juzgar por su estilo de vida). Parece claro que la visibilidad no siempre se traduce en valorización (al menos en una valorización colectiva y eficaz), y más si esta visibilidad no evidencia el proceso, sino que lo remistifica y revitaliza sus tópicos, resolviendo el producto en una ejecución aparentemente lúdica y excitante, aunque perversamente utilitarista de la que jamás se explican sus costes (es muy probable que Carrie se quede cualquier día sin amigas, cansadas de ver sus intimidades expoliadas en papel…).
No encontramos a nuestro alrededor, en el cine o la tv, representaciones que den cuerpo con cierto realismo a las prácticas diarias de los y las trabajadoras culturales. Casi todas y todos son permanentemente jóvenes, viven en una precariedad que piensan coyuntural y tienen un horizonte laboral complejo que mira hacia un supuesto futuro distinto, aunque hay personajes más matizados que otros (recordemos, por ejemplo, a Ed Chigliak, el dubitativo aprendiz de cineasta de “Doctor en Alaska”, un pluriempleado mal pagado y esquivo, un personaje lateral que realizaba sus actividades ante el escaso interés de algunos de los miembros de la comunidad de Cicely). Si en un esquema capitalista tradicional la reivindicación de los trabajadores de la cultura pasaba, como explicaba Benjamín, por posicionarse en las relaciones de producción (por ejemplo, a la manera de Bertolt Brecht, evidenciando el pacto de la representación), el nuevo sistema de producción exige una negociación permanente con unas condiciones de producción en continuo tránsito, una muestra constante del “fuera de campo” representacional, ya que cuando registramos precisamente este proceso, estamos actuando de forma vicaria y dando lugar a un “nuevo objeto cultural”. Si acordamos que el régimen de generación de las imágenes está directamente relacionado con el régimen de producción y con sus relaciones de poder, parece claro que el trabajador cultural está “invisibilizado por sobrexposición”, una sobrexposición que no ha revertido en una valorización de su trabajo, sino en una devaluación y en una rentabilización invertida de sus condiciones precarias que no sólo no las ha cuestionado, sino que las ha extendido (excepto, quizás, en casos y momentos muy concretos, más individuales que colectivos, como pueden ser los “Young British Artists”).
Volvamos de nuevo a la pregunta inicial del texto ¿puede la representación alterar los procesos de valorización del trabajo cultural?. La respuesta parece ser que no, puesto que como venimos subrayando a lo largo de todo el texto, sólo es posible cambiar las imágenes si cambiamos las condiciones generales de producción. Tal vez sea el momento de cuestionarnos si es realmente posible representar todos y cada uno de los pasos y procesos que suceden a lo largo de la producción de un objeto cultural. Pensamos que resulta muy complicado, puesto que implicaría proyectar luz sobre una trama de relaciones en extremo complejas (tensiones, negociaciones, represiones, autocensuras, desarticulaciones, etc…), además de conllevar la redefinición y desmitificación de las competencias, los tiempos y los lugares de los y las trabajadoras de la cultura. Pero al mismo tiempo, creemos que deberíamos de ser capaces de identificar y hacer visibles todas las externalidades positivas que la producción cultural genera, que son indicadores difusos de la aportación real de la cultura al grueso de la sociedad, y que deberían revertir en las condiciones de vida de sus productores. De esta manera, además de la vía social, se puede activar la vía de valorización económica, que pensamos que permanece aún inactiva. Sólo entendiendo el valor de estas externalidades positivas podemos dejar atrás viejos debates sobre como remunerar y considerar las prácticas culturales, que no tan sólo entorpecen el crecimiento del campo sino que dificultan la comprensión de los procesos reales de funcionamiento de este.
Bibliografía
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