Versión extendida del texto originalmente aparecido en el Dossier Sexo Hipster del Periódico Diagonal
Uno de los aspectos más revolucionarios del amor romántico es su capacidad de poner en crisis el poder de las comunidades tradicionales. El sujeto del amor romántico decide a quién quiere y lucha contra viento y marea (léase contra sus padres, familias, pueblos, jerarquías sociales, etc.) para poder realizar su Amor. En este sentido amar es producir subjetividad, es decir, es hacerse sujeto. El sujeto del amor romántico se enfrenta a las comunidades para poder defender su derecho a decidir. Su derecho a determinar su destino amoroso, escapando de matrimonios por conveniencia, arreglos geo-estratégicos, mecanismos de reproducción económica, etc. Por esto el amor romántico contribuyó en su momento a generar cierto sujeto autónomo que lejos de las travesuras de Puck o del utilitarismo familiar, es capaz de hacer que sea su deseo el que determine con quien va a consumar su amor. El deseo se pone en el centro de la producción de la vida en común con otra persona. “Joder, cómo me gusta la joven Lotte”. “Cuánto deseo a Darcy”. Deseo, libre elección, autonomía, felicidad. Esa es la curiosa constelación subjetiva que produce el amor romántico.
El sujeto del amor romántico se pone así en el centro del proyecto moderno. Esa modernidad que produce derechos y ciudadanía. ¿Quién podría prescindir de su derecho a ser amado?¿Quién puede prescindir de su derecho a amar? En paralelo se va gestionando el modelo de producción capitalista. Las cosas se empiezan a acoplar. Hay redundancias, sin duda. En el capitalismo hay amor. Mucho. El capitalismo recoge al sujeto del amor romántico y le pone a trabajar. No es de extrañar que este sujeto del amor romántico se llevara tan bien con el sujeto liberal gestado en las páginas de la economía política clásica. Otro sujeto al que le gusta elegir, el sujeto de la libre elección. El amor romántico puso las bases para iniciar un proceso de liberalización de lo afectivo que el progreso del capitalismo neoliberal no ha hecho más que reforzar y sofisticar. Claro, en el capitalismo también hay deseo, mucho. El capitalismo produce máquinas de desear. Cuanto más se liberaliza el mercado de lo afectivo más sujetos aparecen a los que desear.
En el siglo XX empiezan a operar muchas máquinas, tecnologías que ayudan a producir amor. Silicona, estrógeno y progestina, cámaras lentas, Divine, hoteles con encanto, celuloide, 3,4-metilendioxi-N-metilanfetamina, andrógenos, match.com, Marilyn Monroe, Rocco Sifredi, Martina Navratilova, lubricante con sabor a fresa, las suecas, la orgonita, Ralf König, los baños de Vaciador, el látex, Memorias de África, Barry White, Sabrina, tumblr, Linda Lovelace, skype, Canestén, el Wonderbra, Angelfood McSpade, la fiesta de la espuma, Peaches y Morrisey se concatenan para generar nuevos paradigmas del deseo. Para producir nuevas superficies por las que distribuir y consumir el amor. Cuanto más grande es el mercado de lo amoroso, más difícil comprometerse, más complicado seleccionar un solo sujeto al que desear. La supuesta revolución sexual de la década de los sesenta y setenta contribuye a situar al sujeto deseante en el centro de la vida. Denunciando la supuesta represión a la que nos habíamos visto sometidos, libera al sujeto de las instituciones del amor romántico (el matrimonio monógamo heterosexual y la familia) y le da vía libre para que explore sus deseos.
Claro, no todo el mundo se siente interpelado por esta llamada de la selva. Ya sabemos, hay sujetos más autónomos que otros, hay sujetos que pueden y otros que no se lo pueden permitir. De esta forma la revolución sexual genera desigualdades afectivas. Otro acople. Ciertos varones blancos de clase media se pueden permitir pasar las noches en fiestas swingers en las que explorar su sexualidad. Los más pudientes incluso se pueden permitir peregrinar a Esalen a masajearse en grupo o a descubrir su reprimida sensualidad. Algunos se tenían que contentar con ir a ver películas con tetas en Perpiñán. Otras personas, normalmente mujeres, se ven obligadas a quedarse en casa cuidando. De sus hijos, de sus padres, de sus hermanos o de sus amigos. Los cuidados, ya se sabe, tienden a expandirse. No todo el mundo puede permitirse poner el deseo en el centro de la vida. El deseo es caro, el deseo requiere de copas, de restaurantes, de hoteles, de ropa, de saunas, de látigos, de cocaína, de viajes o de preservativos para poderse realizar. El deseo requiere de tiempo y de dinero. No todo el mundo puede ser de Chueca, no todo el mundo quiere serlo. El espejismo de la autonomía se tiene que poder financiar. El mercado libre de lo afectivo, claro, produce desigualdad.
La cosa se acelera. El sexo se desvincula de lo afectivo. Un quiebro interesante, para desear no es necesario querer. La publicidad, el cine, la televisión, los videoclips, las vidas se llenan de sexo, de referencias sexuales más o menos explícitas. Así, la presencia del sexo en la vida contemporánea se ha hecho tan hegemónica que se hace complicado distinguir lo que es sexo de lo que no lo es o discernir los límites de lo que es posible o no desear. La cultura hipster hace bastión de esta indiferenciación de lo sexual. Y muy pocos quieren volver atrás. Internet: sexo y gatos. Gatos y sexo. Sexo con gatos. Gatos con sexo. Reventando los límites de la tolerancia de lo que es posible consumir. El sexo hipster parece regurgitar todos los logros emancipatorios de las sucesivas subculturas creando un espacio donde todas las prácticas son bienvenidas (donde caben dos, caben tres). El sexo se libera de protocolos y convenciones. Si nos apetece, nos apetece. Sexo sin vínculo, sexo sin comunidad. Sexo sin amor. Tampoco está tan mal. Desde el nihilismo se escucha una pregunta interpelando al centro mismo del cuarto oscuro. Entonces ¿para qué sirve el amor?
Enunciándolo de forma burda podríamos contraponer deseo a compromiso, la autonomía a los cuidados, el sujeto libre a la comunidad. Pero como siempre, las condiciones materiales del sexo hípster son las que nunca se acaban de ver. Los vínculos que nos permiten vivir son los que se tienden a invisibilizar. El placer de los sujetos liberados del sexo hipster nos distrae de las condiciones que les permiten desear. Williamsburgh no es un lugar real. No sólo de ginebra con cardamomo vive el hombre. Las cosas son un poco más complejas. Además, ya sabemos que las subjetividades son contradictorias. Claro, los remanentes del amor romántico siguen por allí, operando con sus promesas de felicidad de las que es difícil deshacerse completamente. Medias naranjas que queremos encontrar. Necesitamos querernos, también que nos quieran. Autoestima y vida social. Necesidad de edificar. El deseo de monogamia aunque sea para tener un poco de tranquilidad. La crianza y su demanda de estabilidad. Las lógicas de género asimétricas. Tirarnos a todos los contactos del whatsapp. La pulsión de lo posesivo. El querer sentirnos deseadas y poder permitirnos desear. Todo convive, a veces mejor, otras peor.
Desde aquí nos gustaría no tener que pensarlo de forma dicotómica. Nos gustaría pensar que puede haber cuidados en la promiscuidad. Que puede haber amores que no nos individualicen sino que nos hagan más comunidad. Ya hemos matado el pueblo, el barrio, a los surferos de nuestra juventud, pensamos que a esas comunidades originarias ya no se puede volver. Pero nos quedan comunidades afectivas por construir. Estructuras afectivas puede que más complejas, si es que alguna vez fueron fáciles de gestionar. Nos vemos obligadas a pensar el amor con toda su materialidad, en toda su diversidad. Dejar de pensar en formas de consumir el amor y pensar en nuevas formas de producirlo. Reproducir el amor, desde el sexo, los cuidados, el deseo y la química. No podemos limitarnos a contraponer poliamor con monogamia. Tenemos que enfrentar el consumo de cuerpos con su reproducción afectiva. Muerto el mito de la autonomía, repensemos el sexo que nos una, nos aglutine, nos haga más deseantes y más capaces de organizarnos desde una interdependencia radical. Muerto el mito del amor romántico, vamos a cuidar los amores en minúsculas, los amores distribuidos y promiscuos. Los amores que nos piensan y que nos permiten pensar. Quedan muchos cuerpos por construir, muchas superficies que desear. Pero sobre todo, muchas personas y máquinas a las que amar.