Hace poco tuve la suerte de poder debatir y compartir ideas con el colectivo Posidonia de Menorca. Articulados en torno a una revista con la que comparten nombre, los miembros de este colectivo organizan charlas, debates y otras actividades con el objetivo de reflexionar sobre la situación de una isla que padece los peores efectos de la masificación turística. Y es que sus increíbles calas y entornos naturales han sido el reclamo de turistas y personas que acumulan segundas residencias en un territorio que lucha por conservar su estatus de reserva de la biosfera. Con una población que está por encima de los 100.000 habitantes, la isla recibió más de 1.600.000 turistas el año pasado, multiplicando de forma alarmante el consumo de recursos hídricos y colapsando carreteras, parajes y playas que apenas pueden albergar a tantas personas a la vez.
El incremento de turistas y visitantes ha tenido un claro impacto en los precios de la vivienda, haciendo que cada vez sea más difícil encontrar un lugar asequible en el que vivir para profesores, enfermeras o trabajadores del sector turístico, cuyos sueldos no alcanzan para pagar alquileres completamente desorbitados. Cada vez son más los pisos y apartamentos destinados al alquiler estacional, cuyos dueños prefieren apostar por rentas cortas y lucrativas. No es de extrañar, entonces, que Baleares tenga uno de los Índices del Precio de la Vivienda más altos de España. A este fenómeno se suma el gran número de personas extranjeras —de forma predominante, ciudadanos franceses— que han adquirido inmuebles en los últimos cinco años, lo que ha terminado por disparar los precios de venta en un mercado que ya estaba muy por encima de la media nacional. Ahora, a las personas locales les resulta imposible adquirir una vivienda, lo que está generando un estrés habitacional sin precedentes en una isla que solía ser tranquila y asequible.
El espacio público, a su vez, se ha ido privatizando con la proliferación de terrazas, chiringuitos, hamacas, mercadillos y eventos destinados a satisfacer las necesidades hedonistas de personas afluentes que no se inmutan ante precios completamente inflados y fuera del alcance de residentes locales y trabajadores. Antiguos mercados como el de Mahón o Ciutadella son ahora espacios dedicados a tapas y comidas gourmet, y los mercadillos nocturnos ocupando gran parte de las calles y plazas principales de distintas localidades, en competencia constante por atraer visitantes. El espacio público está saturado de oferta privada y, en ciertas playas, ya se han puesto restricciones de acceso y limitado el número de vehículos que pueden acceder durante las horas centrales del día. La sensación de pérdida de control y acceso al territorio es generalizada en una población cada vez más consciente de los problemas derivados de la masificación turística. Como canta Pele, punkautor local: “No playa, no beach”.
Paradójicamente, el crecimiento de visitantes no se ha reflejado en los sueldos medios de los habitantes de la isla, que ven cómo tour operadores internacionales, grandes grupos hoteleros y cadenas de franquicias capitalizan los millones de euros anuales que dejan los visitantes, ávidos de hacerse un selfi en las aguas cristalinas de una isla cuyos encantos están siendo la causa de su destrucción. Las primeras manifestaciones y acciones colectivas para denunciar los efectos más perversos de la turistificación están congregando a personas que no dudan en mostrar su descontento con un modelo económico completamente insostenible, tanto social como medioambientalmente.
La pérdida del territorio tiene un claro impacto en la creación cultural. Apenas hay sitios asequibles donde las personas puedan juntarse para ensayar, debatir o imaginar alternativas de vida. La falta de espacios de convivencia, la lenta desaparición de prácticas comunitarias y la reducción del tamaño de las viviendas están conduciendo a que nuestras vidas estén cada vez más aisladas. La escasez de lugares en los que aprender a convivir y negociar con el otro afecta directamente al tipo de imaginarios y relatos que se pueden crear. Por su parte, el tejido asociacionista de la isla ha ido perdiendo miembros y capacidad de acción. La combinación de estos fenómenos está dando pie a relatos solipsistas y centrados en mundos propios y personales, en los que el centro de toda acción son los pensamientos y emociones individuales. Esto da lugar a narraciones de vidas replegadas sobre sí mismas, centradas en malestares cada vez más particularizados. Hay una correlación directa entre la incapacidad de practicar formas de vida compartidas y los relatos culturales individualistas que proliferan por doquier.
Comenta Jaime Palomera en su libro que el español medio dedica más del 50 % de su sueldo a cubrir los gastos de alquiler. Y es que el sector inmobiliario está drenando dinero y energía a personas que, incluso con trabajos estables, apenas logran llegar a fin de mes. Esto tiene un claro impacto sobre el comercio local, ya que cada vez hay menos recursos para gastar en bares, tiendas u otras formas de ocio barrial. También está afectando a aquellas prácticas culturales que requieren de espacios físicos para desarrollarse: los grupos de música lo tienen más difícil para encontrar locales de ensayo, se encarecen sobremanera los ensayos de las compañías de teatro y se complican las posibilidades de encontrar lugares para rodajes de cine. La consecuencia más clara de este fenómeno es que cada vez hay menos personas de clase trabajadora que puedan dedicarse a la producción cultural. El rentismo es uno de los mayores obstáculos a la diversidad en la producción cultural.
Perder el tiempo es cada vez más caro. Disponer de tiempo para participar en la vida social, cultural y barrial es cada vez más difícil. Y es que el mercado inmobiliario, ya completamente neoliberalizado, está sometiendo nuestras vidas a regímenes de trabajo extenuantes. El agotamiento que tiñe nuestras vidas es un producto de la imposibilidad de disponer de tiempo para quedar con otras personas, para echar unas cañas e intercambiar puntos de vista. Hasta cosas tan nimias como bajar a la playa a darse un chapuzón tienen que planearse con antelación y se transforman en una nueva forma de gestión. Nuestra vida social y cultural se está viendo afectada por un mercado inmobiliario y un sistema de sueldos que precarizan nuestras existencias y nos restan calidad de vida. Nos quitan las ganas de jugar, de imaginar, de debatir, de compartir.
En ese sentido, no hay mejor incentivo para mejorar la vida cultural que limitar los precios de la vivienda. No hay mejor forma de dinamizar la acción social que intervenir en un mercado que está dividiendo la sociedad entre propietarios e inquilinos. Ya nos lo advertían los intermitentes del espectáculo franceses: no se pueden garantizar los derechos culturales si no se garantizan antes los derechos sociales. No podemos acceder a una vida cultural rica y diversa si estamos consumidos por trabajos precarios y la constante incertidumbre sobre la próxima subida del alquiler. Y si no tenemos capacidad de habitar y negociar con el territorio, no podremos formular modos de vida distintos. Porque la cultura, pese a operar en la esfera de lo simbólico, es una práctica completamente material. Las condiciones de vida importan, y acaban condicionando nuestras formas de ver y habitar la realidad. La cultura habita cuerpos, cada vez más fatigados, y necesita de espacios, en ciudades y pueblos cada vez más caros y excluyentes. La lucha por el territorio no es distinta de la lucha por una vida cultural más rica, diversa y comunitaria. El acceso a la cultura pasa por tener derecho a vivir de forma plena. El acceso a la cultura pasa por pelear por tener una buena vida.
