El pensamiento ilustrado llegó a Europa trayendo consigo, e imponiendo, una forma de entender y hacerse cargo del mundo basado en la razón y la objetividad.
Con esto y de forma progresiva se fue menospreciando la capacidad de pensar/entender/vivir el mundo de otras maneras más mágicas, esotéricas o creativas. Con la racionalidad llegó la capacidad de percibir la realidad como entidades discretas, como un conjunto de entes que se podían disociar unos de otros. Todo se podía escrutar, descomponer y comprender en un laboratorio. Esto chocaba con las dos formas epistémicas hegemónicas de la época, el pensamiento mágico y la fé. El primero está caracterizado por tramar vínculos entre entidades heterogéneas (oro—>dios←- pelo rubio) creando conexiones improbables y en ocasiones fabulosas. Pero este no era el objetivo principal de la ilustración. El pensamiento ilustrado llegó para enfrentarse de forma específica a un marco epistémico basado en la fé (las cosas son como Dios ha determinado y la única opción es creer en su palabra), y las relaciones de poder que esta forma de entender/ordenar el mundo traían consigo. La objetividad transmutaba la realidad en objetos medibles, cuantificables, demostrables y datos objetivables. No había que creer en la ciencia para que esta pudiera demostrar sus hipótesis. El mundo se podía diseccionar, racionalizar y explicitar. Con esto se estableció de forma clara la distinción entre los sujetos, quienes piensan/analizan/entienden y los objetos, que inertes esperan a ser comprendidos por quien tenga agencia y subjetividad.
En paralelo, el auge del capitalismo transformó a todos los seres, materiales o entidades en objetos susceptibles de ser comercializados. Con el capitalismo se inventó un tipo de objeto muy concreto, la mercancía. Se establecieron circuitos globales de intercambio por el que animales, plantas, minerales o incluso personas, podrían acabar circulando. No hay cosa en el mundo que no pueda ser transformada en mercancía. Así, la transformación epistémica que transformó la realidad en objetos, se vió acompañada por un sistema capaz de determinar el valor económico de cada uno de ellos. El mundo fenoménico se convirtió en un gran bazar. El valor económico acabó por transformarse en la única medida de valor abstracta y estandarizada. El mundo se sometía a los principios de la utilidad. Así, de forma paulatina fuimos determinando relaciones instrumentales con las cosas. Todo podía ser medido, comprendido, producido o intercambiado. Nos creímos que las personas estaban por encima de las cosas. Que la realidad estaba desplegada frente a nosotros lista para ser usada, medida o comercializada. Perdimos la intimidad con el mundo material, que se nos presentaba como un conjunto de objetos distantes y distintos a nosotros. Todo se podía explotar.
Todo esto ha cristalizado un mundo marcadamente utilitarista. Un mundo en el que el valor de las cosas está en relación directa al uso que les podemos dar. Si las cosas no sirven, parecen perder todo su valor. Inconscientemente clasificamos y valoramos a los animales dependiendo del uso que les podamos dar: el caballo vale más que el saltamontes, el gato vale más que el lince, en buey vale más que un calamar gigante. Lo mismo hacemos con los minerales, las plantas e incluso, con las personas. A medida que lo hacemos, nos vamos desvinculando afectivamente del mundo fenoménico. Podemos llegar a creer que somos autónomos de la realidad en la que vivimos. Que nuestra capacidad para nombrar, categorizar y definir, nos eleva sobre el agua, la sal, los geranios o las sardinas. La ficción de la autonomía nos ha hecho creer que estamos por encima del mundo material al que pertenecemos y del que dependemos para sobrevivir. La creencia en nuestro yo, nuestra unicidad, nos ha hecho olvidar que somos con los alimentos que ingerimos, somos con el agua que bebemos, somos con el oxígeno que respiramos, somos con las bacterias que nos habitan, somos con las comunidades en las que crecemos. La creencia en la supremacía de la humanidad sobre el mundo material nos ha hecho olvidar gran parte de las relaciones íntimas que nos vinculan y nos hacen parte de ese mundo material. Como nos recuerda Donna Haraway en su libro “Seguir con el problema”, se ha impuesto un imaginario basado en la independencia, en lugar de la interdependencia.
Escribe George Bataille, en su excéntrico tratado de economía denominado “La parte maldita”, que sólo en los actos sagrados somos capaces de reconocer el poder que tienen las cosas sobre nosotros. En los rituales, las liturgias, las ceremonias, prestamos atención y aceptamos que los objetos con los que convivimos tienen poder. Empezamos a ser conscientes de la energía de las cosas. Sólo venerando al sol, a la luna, a la lluvia o a algún artefacto, nos damos cuenta que ese poder que pensamos que tenemos sobre la realidad es ficción. En la destrucción de algo que nos resulta útil reconocemos la agencia de la cosa. Su importancia va más allá del uso que le demos. Sólo escapando a lo útil, empezamos a reconstruir la intimidad perdida con las cosas. Cuando no vemos a un animal, planta o persona como un fin para conseguir algo, ya sea alimento, placer, energía, etc., se empiezan a abrir nuevas vías de ser/conocer/vivir en comunidad. Sólo perdiendo el principio de sospecha acontecen las confianzas que permiten que lo íntimo empiece a surgir.
Es en lo inútil, en la experiencia estética por ejemplo, en donde empezamos a sentir florecer vínculos con la realidad de la que somos parte. Muerta la utilidad, surge la intimidad. Dejamos de ahondar en la idea de autonomía neoliberal y se nos abre un mundo de interdependencias. De conexiones y vínculos afectivos y energéticos. Muerto el deseo aparece la erótica que nos articula con el mundo. Muerta la ficción de que el humano está por encima de las cosas, se nos dibujan ontologías más horizontales para con la realidad. Se empiezan a establecer intimidades desconcertantes. Vínculos improductivos. Amores sin apego. Sólo escapando de lo útil, nos acercamos a un mundo exuberante y absurdo en el que el orden biológico y geológico se funden, objetos y sujetos se confunden, las categorías y taxonomías científicas se desdibujan. El aire que entra por nuestra nariz se vuelve yo. El calor de los animales es también el nuestro. Los cambios estacionales nos afectan. Las lunas nos conmueven. Nuestros egos se disuelven y apreciamos más a las demás personas. Cuando abrimos el mundo a la intimidad, lo que nos parecían desiertos yermos e improductivos se desvelan como lugares llenos de vida. Lugares en los que podemos re-aprender formas de ser y de sentir. En los que predomina la intimidad perdida. La intimidad con todo lo que podríamos llegar a ser.
texto originalmente publicado en Joya: Arte+Ecología