(texto originalmente publicado en la revista Nativa en diciembre del 2013)
It’s not just a vicious cycle but an unsustainable one – economically, politically, and morally
Richard Florida
Cuando en el año 1998 Chris Smith capitaneaba el Ministerio de Cultura británico se jactaba de que las “industrias creativas”, como concepto de política cultural, era tan innovador que se trataba de “non evidence based set of policies”. Es decir, un conjunto de políticas públicas no basadas en datos empíricos sino en una suposición teórica: la creatividad y la cultura podían llegar a devenir motores económicos de la nación.
La apuesta era fuerte y sirvió para cambiar de forma radical la forma de financiación de la cultura en el Reino Unido, promoviendo el crecimiento de empresas culturales, externalizando parte de la gestión pública e impulsando modelos mixtos de financiación. No faltaron estudios, producidos generalmente por DEMOS u organismos cercanos, que demostraban la fortaleza de esta tesis, realizando estimaciones de crecimiento de este nuevo sector que lo situaban muy por encima de otros modelos industriales que aparentemente habían quedado obsoletos. No tardaron en aparecer cheerleaders y bufones como Richard Florida que hicieron toda una carrera a base de repetir el mismo mantra. Si repites suficientemente una idea, la idea acaba materializándose. O no.
Los datos empíricos, que son muy cabrones, nos decían que la realidad se presentaba diferente. Demasiados indicios de que las estimaciones de crecimiento no se estaban realizando, que las industrias creativas propiciaban formas de desigualdad, que la expansión del copyright no estaba generando plusvalías a creadoras y creadores, que las industrias creativas estaban introduciendo formas de discriminación laboral ya extintas en sectores más consagrados, que estas microempresas no lograban crecer en escala, que se producía un crecimiento regional muy desigual concentrándose en capitales pero con escaso impacto en zonas rurales o menos pobladas, que las industrias creativas eran afectadas por las crisis y no eran tan resilientes como se pensaba, y de forma más significativa, que las industrias creativas tan sólo lograban generar formas de autoempleo marcadas por la eventualidad, inestabilidad y precariedad. En definitiva, si tenemos que medir el éxito de una política o institución pública por su capacidad de ofrecer un servicio público, todo el aparataje construido alrededor de las industrias creativas dejaba mucho que desear. Pero esto es lo sabido, ni los máximos defensores de este modelo tienen herramientas, argumentos o ganas de seguir defendiéndolo.
Frente a esta situación en el pasado foro Indigestió vimos cómo se contraponían dos posibles modelos de política cultural, uno basado en la promoción de una gestión común de la cultura, empoderando a ciertas comunidades y evidenciando el carácter cooperativo que tiene la producción cultural. El otro, basado literalmente en “dejar que la gente se gane la vida” y en repetir ciertas fórmulas que ya sabemos caducas y por lo general ineficientes. Varias cosas me llamaron la atención y que considero debemos seguir comentando, las enumero a continuación:
a) la certeza que el paradigma de las industrias creativas está extinguido.
b) pese a esto, la falta de creatividad política y de una visión en torno al futuro de las políticas culturales.
c) la necesidad de rearticular la noción de servicio público como base de las políticas e instituciones públicas.
d) la urgencia de plantear los límites entre la denominada innovación social y la gestión común de la cultura
Llevo tiempo alternando mi trabajo académico con la militancia en colectivos e iniciativas en pro de la cultura libre, es desde esta trayectoria que me apetece contribuir a este debate. Si bien es cierto que el paradigma de las industrias creativas en estos momentos resulta obsoleto, no es menos cierto que vivimos en un momento de transición hacia nuevos modelos de política cultural. Recientemente el propio Chris Smith se lamentaba de la deriva que había tomado el modelo que él impulsara hace 15 años, proponiendo como alternativa (muy en la línea del Big Society de Cameron) que sea la ciudadanía en general la que se transforme en mecenas de la cultura. Microdonaciones generalizadas para mantener la cultura. Efectivamente, contrastar la decadencia intelectual de una persona es triste. En Catalunya el conseller Mascarell enfoca la mirada hacia atrás y se deja inspirar por el Noucentisme en un giro nostálgico y lamentablemente improductivo.
Por suerte también estamos frente a iniciativas clarividentes de las que podemos aprender. El Digital Public Space de la BBC es una de ellas. El reto es digitalizar y facilitar el acceso público de todo el archivo de la BBC sin impedir que empresas y organizaciones puedan diseñar mecanismos para extraer lucro de este archivo. Conciliar el servicio público con la rentabilidad económica, un debate que ahora mismo afecta a gran número de archivos públicos e instituciones dedicadas a preservar nuestro acervo cultural. En Ecuador hace poco se ha impulsado un proyecto denominado FLOK Society, una plataforma para diseñar de forma colectiva políticas públicas con el objetivo de hacer del saber y el conocimiento bienes públicos que sirvan para un desarrollo y crecimiento colectivo. En el Estado español surgen iniciativas como la Fundación de los Comunes que nacen con el objetivo de articular proyectos autónomos de todo el Estado y producir saberes y conocimientos de forma colectiva, creando a su vez articulaciones en red con el fin de monetizar el valor producido. En el entorno académico hemos vivido la revolución del Open Access, es decir, de publicaciones científicas que han optado por publicar en abierto y poner en jaque el monopolio existente (y su infame modelo de negocio). También hemos podido constatar magníficos ejemplos de gestión ciudadana de centros culturales autónomos como puede ser la Casa Invisible de Málaga o Can Batlló en Barcelona por mencionar los más destacados. Conciliar producción colectiva de conocimiento y cultura con modelos de gestión que permiten formas de riqueza más distribuidas no es una quimera. En definitiva, no faltan referentes y pistas que nos ayuden a salir del impasse actual.
Muchos de estos modelos implican empoderar a la sociedad civil. Implican confiar en la madurez de ciertas comunidades. Implica que los mecanismos de control, que aun no se han establecido para controlar a la clase política, también se diseñen para garantizar que los compromisos se asuman y que no se reproduzcan ciertas tendencias hacia la opacidad y la corruptela que tanto abundan en el contexto político actual. También implica poner en crisis ciertos marcos de representatividad que se han anquilosado. Puede que se evidencie que ciertas asociaciones culturales u organizaciones, pero de forma más importante, entidades de gestión colectiva, no representen más que a sus propios intereses. No trabajen por el bien común sino por intereses muy particulares (los recientes escándalos económicos de la SGAE contribuyen a corroborar esta hipótesis). Apostar por estas formas de empoderamiento ciudadano implicaría romper con ciertas vinculaciones y enfrentarse a lobbies de poder. Esto requiere una voluntad clara de prestar un servicio público.
Es por esta razón que considero que pensar en la idea de servicio público nos puede ayudar a marcar objetivos. El servicio público o su falta nos pueden ayudar a evaluar el trabajo que realizan instituciones públicas. Nos puede ayudar a centrar un debate que en estos momentos está disperso y demasiado dicotomizado. ¿Constituye un servicio público que una administración dé dinero a una microempresa para que produzca un bien cultural que se venderá en un mercado privado? ¿Hay formas más efectivas de contribuir al bien público? En un documento de recomendaciones para la política pública europea (en cuyo redactado participé) presentamos un conjunto de medidas que considero pueden ser útiles en este sentido, entre otras, que aquellos proyectos o propuestas culturales que reciban dinero público deban de producir bienes públicos que puedan ser accedidos y aprovechados por las comunidades. En ese sentido hemos de saber diseñar indicadores del impacto social y cultural de ciertas propuestas, para medir el servicio público que prestan las iniciativas financiadas con fondos públicos. Esta ambición, que las instituciones y administraciones públicas obren para producir un servicio público puede parecer casi redundante, pero en el actual panorama no lo es. El neoliberalismo ha contribuido a forzar la deriva privatizadora de las administraciones. Es buen momento para evaluar los resultados obtenidos y replantearse que efectivamente, favorecer que unas pocas personas puedan montar empresas culturales no es mejor que favorecer que las propias comunidades se empoderen y trabajen de forma activa en la producción de un contexto cultural rico y común.
Obviamente existen numerosos e importantes debates en torno al empoderamiento de ciertas comunidades para asumir roles activos en la gestión común de la cultura que aun debemos tener. ¿Cómo hacerlo escapando de su instrumentalización? ¿Cómo hacerlo para que no constituya un paso progresivo hacia la neoliberalización de las administraciones públicas (como en su momento pasó con el denominado tercer sector)? ¿Pueden y deben las comunidades asumir un servicio público o nos enfrentamos a un mosaico de intereses discretos puestos en red? ¿Cómo diseñar mecanismos de control desde y de las propias comunidades? ¿Cómo evitar que la gestión común erosione lo público estatal? Claro, esto implica complejidad, pero por eso mismo es necesario probar y alentar este debate. En definitiva, es hora de dejar el cinismo político atrás y asumir que hay un paradigma del que es necesario huir. Para explorar nuevos caminos, nuevos modelos, hace falta valor y visión política, dos bienes escasos, que tan sólo se pueden compensar con la creatividad e imaginación colectiva. ¿Asumimos el reto?
(gracias a @abrelatas por el magnífico titulo que me regaló y a Jordi, Rubén y Jordi por el debate que me ha servido de base para garabatear estos apuntes)